ukio Mishima vivió y murió como un personaje de una de sus turbulentas obras. Cuando se cumplen 50 años de su fallecimiento, Japón todavía trata de asimilar el legado de uno de sus autores más influyentes e incómodos.
Mishima se quitó la vida por harakiri el 25 de noviembre de 1970, tras tomar como rehén al capitán del cuartel general de las Fuerzas de Autodefensa (Ejército nipón) en Tokio y fracasar su intento de inspirar un golpe de Estado. La truculenta muerte de la mayor celebridad cultural nipona de su época sobrecogió al país, y eso que el propio escritor la había vaticinado: durante años representó repetidamente su suicidio según el ritual de los samuráis a través de sus novelas, obras de teatro o filmes.
“Era muy joven y no entendí la razón por qué lo hizo. Fue un choque para mí”, dice a Efe una tokiota de 70 años que quiso permanecer en el anonimato durante su visita a la tumba de Mishima en el cementerio de Tama de la capital, adonde suele desplazarse una vez a la semana. “El japonés en el que escribe Mishima es muy bello. Lo primero que me sorprendió de sus obras es su lenguaje tan bonito, así fue como empecé a meterme de lleno en sus libros”, dice un joven de 18 años que se identificó como Ohgota, y quien también peregrinó ayer a la tumba del autor desde Kanagawa (sudoeste de Tokio).
Medio siglo después de su muerte, en Japón no hubo ningún acto oficial en recuerdo a su figura, y son pocas las personalidades del mundo de la política y de la cultura que se atreven a ensalzarla pese a tratarse de uno los autores japoneses más conocidos del siglo XX.
El dramático final que puso a su vida, unido a sus ideas políticas y un sinfín de excentricidades, han eclipsado desde entonces a su obra, más traducida a otros idiomas que la de sus contemporáneos y ganadores del Nobel Yasunari Kawabata y Kenzaburo Oe.
Durante su discurso ante un millar de militares aquel día fatídico, Mishima llamó a restaurar la grandeza perdida del Japón Imperial y a abolir el artículo pacifista de la Constitución, el mismo que el partido gobernante reinterpretó en 2014 con una polémica iniciativa.
Su arenga a las tropas no funcionó, pero por su ferviente nacionalismo Mishima es aún venerado por organizaciones niponas ultraconservadoras, entre ellas una que organizó ayer en Tokio una ceremonia sintoísta en su memoria.
El escritor, cuyo nombre real era Kimitake Hiraoka, nació en 1925 en el barrio tokiota de Yotsuya en una familia acomodada, y durante su fulgurante carrera ganó los más prestigiosos galardones nipones y estuvo entre los nominados al Nobel de Literatura en varias ocasiones.
Con solo 16 años publicó su primer relato en una revista literaria, y ya como veinteañero logró el reconocimiento con su novela Confesiones de una máscara, donde exploraba los tabúes de la homosexualidad y las falsas apariencias en plena crisis de la identidad nacional nipona tras la II Guerra Mundial.
Entró en la treintena siendo toda una estrella literaria después de publicar El pabellón de oro, pero tras la tibia acogida de La casa de Yoko, Mishima decidió probar suerte como actor, cantante o modelo, y se entregó a la práctica del culturismo, el kendo (arte marcial de la espada) y el kárate, facetas que impulsaron su proyección mediática.
Curiosamente Mishima fascinó a Occidente sobre todo durante las primeras décadas tras su muerte, cuando en su país era un autor “maldito” tachado de enajenado, romántico o nihilista, aunque hoy sean pocos los nipones que dudan de su genio literario. La vida y la obra de Mishima fueron ante todo producto del Japón de su época, un país a caballo entre tradición y modernidad.