hristian Petzold, uno de los pesos pesados del cine alemán contemporáneo, practica un cine personal, arriesgado, excéntrico y radical. Eso significa que sus películas, para bien o para mal, siempre se abisman. Eso es así porque Petzold se deja la piel con ellas, aunque ellas pueden serle erráticas, excesivas e incluso fallidas. Eso sí, jamás incurren en la vulgaridad ni en la irrelevancia. En su universo hay siempre sustancia.
Acaba de cumplir 60 años; comenzó al final de la década de los 80: cortometrajes, documentales, televisión… y su primer largometraje lo culminó en el año 2000. Como Alemania no figura entre los centros hegemónicos del cine internacional no fue sino con Barbara (2012), una crónica helada sobre el miedo, la represión política y la soledad en los últimos años de la Alemania popular poco antes de la reunificación, cuando recibió la proyección internacional que su obra merece. Desde entonces, Phoenix (2014) y En tránsito (2018), han sido los escalones previos a esta Ondina. En realidad variaciones sobre una misma preocupación que conforma el universo personal de este notable cineasta que contó en sus inicios con el concurso de un excepcional artista, director y guionista, Harun Farocki.
Ondina, comparte con la mayor parte de su cine anterior una presencia femenina hegemónica, una ligazón con la historia más o menos reciente de su país natal y una decidida asunción de las claves del romanticismo alemán, algo que nada tiene que ver con los folletines de suspiros con acné; sino que hunde sus raíces en las movedizas miserias de la condición humana.
Pero con compartir con su cine anterior muchas cosas, incluso la parquedad de sus títulos que rara vez tienen más de una palabra, Ondina supone un giro sustancial.
Con ella, Petzold atraviesa esa invisible pero férrea pared que separa la realidad de la fantasía. En Ondina, definida por él mismo como un cuento, el cineasta alemán acude a la mitología germana. Guiado por la obra de Marr Liebesverrat, Traición romántica. Los desleales en la literatura, desde su despegue da señales de que hará bien quien observe la película en tomar distancia. Entre otras cosas porque todo en Ondina se mueve en un juego contaminado donde nada podría ser real, pero donde todo es posible. Especialmente cuando el amor y el desamor mueven a sus protagonistas.
Al bautizar como Ondina a la figura principal de este relato, interpretada por una Paula Beer que definitivamente coge el testigo de Nina Hoss, la actriz con la que realizó la mayor parte de sus obras hasta Phoenix; Pe-tzold denota su deseo de acudir a las fuentes de la leyenda. En ellas, Ondina, una ninfa inmortal, también llamada la dama de las olas, encarna la figura de una especie de sirena que, por amor a un hombre, engendra a un hijo, lo que provoca la pérdida de su eterna juventud. Traicionada mata al amante infiel con una frase que enciende buena parte del motor que mueve lo que Petzold propone. “Le lloré hasta matarle” atraviesa Ondina, quien nada más comenzar la película recibe de su amante la noticia de que será abandonada. A esa noticia, Ondina responde con la inevitabilidad de que tendrá que matarle. Lo que viene a continuación adquiere el eco de una mitología contemporánea, la historia de amor entre la dama de las olas y un buzo profesional. Un amor extremo que, en algún modo, evoca otra historia radical, Rompiendo las olas de Lars von Trier. Pero dicha referencia apenas es una coincidencia ante la inevitabilidad de un desencuentro funesto. El resto da lugar a un brillante juego de espejos, donde el oficio de Ondina como guía turística que una y otra vez reflexiona sobre el origen de Berlín, una ciudad levantada sobre un pantano, solo es una de las muchas virtudes de una película tan hechizante como hermosa.