n tiempo de miedo e hipocresía, la presencia en Donostia de Viggo Mortensen para recoger el premio más laureado y ambicionado del SSIFF tiene mucha sustancia. En un año donde la mayor parte de los profesionales han cerrado sus baluartes a la espera de mejores tiempos, Mortensen quiso aceptar el Premio Donostia en la edición en la que no habrá fiestas ni agasajos. Hasta en eso es humildemente grande este profesional que se dio a conocer como actor en 1985, con un papel secundario como granjero amish en Único testigo. Si no lo recuerdan, era Moses Hochleitner, el rival y, sin embargo amigo, de Harrison Ford.
Nacido en Manhattan, con sangre danesa por parte materna y biografía de nómada errante, Mortensen se trajo Falling, para acompañarle este 2020 en la entrega del premio. Y Falling representa la evidencia de que Mortensen ha recorrido un largo camino -el próximo 20 de octubre cumplirá 62 años-, sin perder el tiempo.
Falling sobre otros elementos argumentales, recrea en esencia un duelo entre dos conceptos antagónicos. Como buen estadounidense, Mortensen delinea unos personajes unívocos. El padre, republicano, granjero, xenófobo, homófobo, violento, machista y el hijo, al que encarna el propio Mortensen, en sus años maduros, se comporta como un demócrata que vota a Obama, piloto de aviones y hombre cultivado, sensible con querencia por el arte, homosexual que vive con su marido y una hija en un hogar feliz y armónico…
Ese duelo de padre e hijo con otras figuras de compañía, la madre, la madrastra, la hermana, los sobrinos… permite a Mortensen aplicar todas sus habilidades. El actor que aprendió a hablar castellano en Argentina, que fue Aragorn y Alatriste, no solo produce, dirige y escribe Falling, sino que asume el papel protagonista, se encarga de la partitura y hasta toca el piano. En ese sentido, como un renacentista del siglo XXI, Mortensen aplica todos sus oficios y saberes en un filme que se reclama suyo por los cuatro costados.
Un filme, digámoslo rápido, escrito con tiralíneas, es esquemático y solemne y su mayor hándicap es un exceso de metraje y un exceso de artificio. Demasiadas idas y venidas para un enfrentamiento en el que uno se queja constantemente y el otro, se controla hasta ese vaciamiento final que desde una hora antes de que acontezca está el público esperando y deseando. Porque esa figura paterna, un salvaje embrutecido, ni tiene reivindicación posible ni ofrece mayor interés que el de provocar constantemente a todos cuantos le rodean, incluido el público.
Por otro lado, Mortensen rompe la linealidad del tiempo para recomponer el relato a bases de saltos temporales. También con parecido defecto. Demasiados recovecos para lo que ofrece, un terrible y monotemático semblante sobre el insoportable peso de ese padre voraz que, como Saturno, devora a sus hijos con rabia y odio inexplicables e injustificados.