omo el pueblo de Yesa, en realidad, da poco de sí, no estará de más dirigir los pasos del visitante a lo más granado de su municipio, el monasterio de Leire. Sólidamente asentado en la ladera del Arangoiti y mirando arrogante a las aguas del pantano, Leire pierde su origen en las nieblas de la baja Edad Media; corazón del Viejo Reyno en los inciertos años del siglo IX, fue tumba de los primeros monarcas de la dinastía navarra y poderoso feudo que extendía sus dominios hasta el Cantábrico.
Restaurado en los años 50 de sus ruinas por la comunidad de benedictinos de Silos y las perras de las instituciones, el monasterio deja ver hoy el románico primitivo de su portada y su ábside, la nave gótica y la sorpresa de su cripta. En capilla aparte, la imponente figura yacente de Sancho el Fuerte en mármol, talla de principios de este siglo.
Quien a Leire se acerque con los ojos del arte, podrá apreciar las mencionadas y muchas más maravillas, que ya habrá guía que se las cante. Y, ya de paso, vaya con los ojos que vaya, siempre tendrá opción a reposar tanta historia en la placidez de su hospedería en la que será bien atendido por un precio sin exageraciones.
En esas alturas, y allá por el año 848, dicen que el abad Virila, hombre que gustaba de pasear sus dominios entre místico y andariego, se quedó traspuesto. La leyenda, puesta a adornar, nos cuenta que al abad Virila le sobrevino el pasmo sin más aditamentos que el susurro de una fuentecilla y el trémolo de un ruiseñor. No hubiera sido de extrañar esta somnolencia, de no haberse prolongado durante tres siglos al cabo de los cuales el abad, como un alienígena, volvió sobre sus pasos al monasterio y se encontró con la sorpresa: tanto habían cambiado el camino, el monasterio y hasta los propios monjes, que ni siquiera le dejaron entrar. Invocados antiguos derechos y revisados antiguos documentos, el abad Virila logró ser identificado como aquel monje que 300 años antes desapareciera en el bosque quizá devorado por los muchos lobos que por aquel entonces campaban por la sierra.
Lo demás, como suele ocurrir, fue sobre las leves ruedas del santoral. El éxtasis le valió al abad pasmado el olor de santidad, la veneración de sus reliquias y un recuerdo eterno en la fuente en cuyo rumor descansó escuchando los trinos del ruiseñor.
Los estudiosos, claro, lo mismo te dicen que lo del abad Virila es la verdad pura amén, que de eso nada, que ni siquiera existió. Como tal leyenda, aquí la dejamos plasmada.