ejos del ánimo de quien esto escribe cualquier disquisición iconoclasta sobre los orígenes de los casos y de las cosas. Que el pastor Rodrigo de Balzategi viera o no a la Virgen sobre el penoso acomodo de un zarzal, que pronunciase o no el ingenuo a la par que reverente “Arantzan, zu?”, o que en el siglo XIII se les ocurriese a los padres mercedarios huir del mundanal ruido construyéndose un convento en las fragosidades de Inpernu Erreka con los farallones del Aitzgorri por pared, es cometido que al autor ni le va ni le viene. Como tampoco se atreve a dudar de las esencias místicas y euskéricas conservadas durante siglos por los frailes menores franciscanos, orden que durante siglos sentó sus reales en el difícil equilibrio del santuario.
Lo que interesa al que esto escribe es llamar la atención del visitante sobre esa obra de arte que se yergue asentada sobre la pura naturaleza -ya obra de arte por sí misma- y a la que se llega desde Oñati adentrándose por carretera hacia el barrio de Uribarri-Garaikoa siguiendo en sentido inverso la corriente de la regata Urkullu. Y si el visitante es de buen ánimo y mejores andares, alárguese cuesta arriba hasta las praderas de Urbia, donde se encontrará como en medio de un anfiteatro de montañas formado por el cresterío de Aizkorri. No le penará porque, cuando vuelva por donde vino, podrá refrigerar su sofoco en las abundantes mesas de Milikua, Sindika y Goikobenta, o en los altísimos jergones de la hospedería del santuario.
Las autoridades competentes decretaron como patrona espiritual de Gipuzkoa a esa imagen de piedra alógena de 36 centímetros de alto y antigua del siglo XIII que se exhibe en la basílica, y que sobrevivió a incendios y pillajes. En las alturas vertiginosas del monasterio, el 9 de septiembre de 1950 derrochó ingenio lo más granado de la arquitectura, la pintura y la escultura de Euskal Herria: Oteiza, Chillida, Eulate, Basterretxea, Sáenz de Oiza y Laorga reconvirtieron en un alarde de contemporaneidad artística lo que era vetusto e insípido convento de frailes, por muy patrona que fuera su Titular. Y resultó tan armónico aquel desafuero, acertó tanto Oteiza con las torres esbeltas y espinadas, con el vaciado total de los apóstoles, que hasta los más rancios y atrabiliarios nacionalcatólicos del tiempo quedaron impresionados y, por qué no decirlo, casi prendados. Aunque no lo entendieran, que tampoco estaba hecha la miel para la boca del asno.
Arantzazu, desde entonces, es tanto lugar de paseo como de peregrinación. Lo que importa es que el viajero podrá encontrar en esos riscos, en esos espinos del milagro hechos piedra, una de las más palmarias exposiciones de la escultura vasca contemporánea.