fuerza de describirlo en tópicos, el visitante ya ni se sorprenderá con el hábito de los vascos a la hora del comer y beber. Se han escrito ríos de tinta sobre los txokos, las sociedades, como ámbitos casi sacrales de expansiones gastronómicas; de cómo en ellos se ejercitan y licencian anónimos cocinillas que jamás son capaces de freírse un huevo en su propia casa mientras en los fogones del txoko soliviantan los jugos gástricos de la cuadrilla meneando con destreza, con mimo, el guiso más especializado.
Las sociedades gastronómicas, en la actualidad, continúan siendo casi litúrgicos centros del buen comer en los que el hombre y sólo el hombre desfoga su estrés a base de experimentar las salsas y competir consigo mismo en esmero y perfección. La mujer, salvo en contadísimas excepciones y cuando repican gordo, no tiene acceso a este sancta sanctorum culinario, tertuliario y orfeónico en el que los hombres se confiesan entre sí sus más raras habilidades.
El txoko, la sociedad, es en Euskal Herria -y con más aparatosidad en los herrialdes costeros- espacio indefectible en cada pueblo y aun en cada barrio y, si me apuran, en cada colectivo social y político. Los hay para todos los gustos: desde el local cutre y a medio acondicionar, hasta el lujoso y exquisitamente decorado. En ellos rigen unos atávicos estatutos por los cuales se ordenan en forma y modo las jerarquías y las celebraciones, de forma que solamente los socios puedan acceder a los misterios sacrosantos de fogón y despensa. No se amilane por ello el visitante, que si da con la fortuna de echarse un compadre que conste en la lista de asociados -fortuna, por lo demás, frecuente y de fácil acceso-, podrá conocer por dentro tan afamados ámbitos. Por supuesto, y si los estatutos no fueran benévolos, al visitante femenino le será más difícil este privilegio.
Quizá tampoco le sorprenda al visitante, por las mismas razones de la divulgación informativa, el deambular masivo a las horas determinadas por la tradición, del personal entrando y saliendo de los bares en el rito del txikiteo, o del poteo, o de los vinos, que de muchas formas se denomina esa afición.
El txikiteo de los vascos, aunque guarde algunas similitudes, no tiene nada que ver con el tapeo madrileño o andaluz, ni con el vermú dominguero y provinciano. El vasco, finiquitada su jornada laboral, suele salir despendolado allá donde sabe va a encontrarse con sus compadres y comenzar la ronda. Hágase notar que este hábito, causa de estragos alcohólicos y desastres familiares, dejó ya hace años de ser ejercicio exclusivo de los hombres; hoy es el día en que las mujeres lo practican con la mayor naturalidad y quién sabe si con los mismos desastrosos efectos. Pero ahí está.
El txikiteo, esa ronda cotidiana más de antes de cenar que de antes de comer, suele circunscribirse a un espacio fijo; se entra, por lo general, todos los días a los mismos establecimientos y, a quienes más tiempo sobra y más les aguanta el hígado, repiten el camino andado una o varias veces. Se bebe, mayormente, vino, un vino peleón y de bajo grado -afortunadamente, o por desgracia, que quizá la falta de calidad causa mayores estragos-, aunque cada vez se trasiega con mayor frecuencia la cerveza, concretamente la media caña o zurito. Por lo general, y si hablamos del poteador, del txikitero habitual, se bebe sin acompañamiento, es decir, apenas si se ingiere otro alimento que el líquido. Se bebe rápido, casi de un trago -dicen que así pega menos-, apenas se habla durante la consumición, que la tertulia se deja para ese espacio de ir hablando, entre bar y bar.
Las cuadrillas de txikiteros suelen ser invariables en su composición, que cada oveja va con su pareja, cada grupo con sus afinidades. Las hay de hasta que el cuerpo aguante, o hasta que el tiempo dé de sí, y van mareando la perdiz, elevando el tono, arreglando el mundo, con varios litros de vino en el estómago. Las hay más comedidas, más controladas, que se limitan a una sola andada y adiós.
Como fenómeno social, y a pesar de los nuevos usos, el txikiteo sigue siendo, especialmente en determinadas zonas, una de las peculiaridades —y no la más afortunada, por cierto— que distinguen a la sociedad vasca.
Porque el copeo nocturno, el pelotazo de pub, es ya otra historia más generalizada y con más heterogéneas connotaciones.