n la sucinta historia de estos primeros mil años, no podemos obviar, por épico, el varapalo que en el año de gracia de 778 le propinaron nuestros antepasados a Carlomagno en Orreaga-Roncesvalles; entre la historia y la leyenda -más de la segunda que de la primera-, puede deducirse que la emboscada en las gargantas de Ibañeta fueron un duro golpe para los afanes expansionistas -imperialistas, se diría hoy- del rey de los francos.
Para no perdernos en fantasías, basta con leer esa especie de “parte de guerra” que de aquel episodio nos dan los “Annales Regii” redactados por el cronista oficial Eginhardo en los primeros años del siglo IX y que tienen el valor de tratarse de una confesión de parte hecha por los derrotados; hay que dar por hecho, como en las actuales oficinas de prensa oficiales, que su autor procuraría quitarle hierro a la derrota y obviar cualquier versión desmoralizadora.
La cuestión es que Carlomagno se había dado una vuelta por la Península Ibérica conquistando y arrasando, para mayor gloria de su Imperio sagrado y bendecido por Roma. Los “Annales Regii” comienzan hablando de la operación como un paseo militar: “Habiendo destruido a Pamplona después de someter a los hispanos, se volvió a territorio de Francia”. Y aquí, en este momento del regreso, pasó lo que pasó:
“Habiendo decidido volverse, entró en los bosques del Pirineo (“Pyrenaei saltum ingressus est”). En cuyas simas (“in cuius summitate”), los vascones habían tendido una emboscada. Al atacar la retaguardia (“extremum agnem”) se extiende el tumulto por todo el ejército (“totum exercitum”). Y aunque los francos fueran superiores a los vascones, tanto en armamento como en valor, sin embargo, lo escarpado del territorio y la diferencia en el modo de combatir los hizo inferiores”.
“En la batalla fueron muertos la mayoría de los paladines que el Rey había puesto al frente de las fuerzas”.
“La impedimenta fue saqueada (“direpta impedimenta”) y, en el acto, el enemigo desapareció gracias a su conocimiento del terreno”.
“El recuerdo de la herida producida así oscureció en gran manera en el corazón del rey las hazañas realizadas en España”.
Allá, en las profundidades del barranco de Orreaga, quedaron para la historia de las derrotas épicas los cadáveres de lo más granado del ejército de Carlomagno: el mayordomo de la mesa real Eggihard, el conde de palacio Anselmo, el prefecto de la Marca de Bretaña Roldán y otros afamados paladines que hicieron leyenda y romance.
En cuanto a quiénes fueran las huestes de desharrapados que lograron tal descalabro, los expertos coinciden en aclarar que los habitantes de esas montañas no eran ni españoles ni franceses, sino únicamente vascos. O, si quisiéramos alguna mayor precisión, navarros, vascones de ambas vertientes a los que bien pudieran haberse unido unos pocos vascones de la llanura, algunos navarros de la “cuenca” y tal vez algún aragonés. Pero de lo que no cabe duda es que pelearon los vascos de los valles vecinos, es decir, de la alta y baja Nafarroa, quizá algunos refuerzos de la vecina Zuberoa e incluso algunos representantes de la familia de los Banu-Qasi, musulmanes aliados de los navarros a quienes encantaría encontrarse en ese trance y así vengar las derrotas de sus parientes del más lejano sur.
Más allá de la leyenda, y volviendo a lo más rastrero de la política, no se ve una rápida rentabilidad de esta victoria que los vascos propinaron a Carlomagno el 15 de agosto del año 778. Sin embargo, no parece ajeno este afamado triunfo el gran acontecimiento que medio siglo más tarde marcará la historia del pueblo vasco: la inauguración en el 824 de un poder político autónomo en Iruñea bajo forma de una auténtica monarquía independiente. Era el Reyno de Navarra, bajo la corona de Iñigo Aritza.