La pequeña ciudad que hasta aquellos días fue siempre, cada dos o tres años, antes del cambio climático, por febrero, la del silencio de la nieve, se había convertido en la ciudad del silencio del virus. Una nueva dimensión sonora empezó a desplegar su extraordinario poder en cada uno de los treinta y un barrios que la construían como irregulares piezas de un puzzle en el mapa, y que al completo, tenía forma de corazón.

En uno de ellos, llamado por sus gentes, de Zaramaga, vivía Julen. En ese mismo trozo del puzzle, ni cerca ni lejos, también vivía Javier. Cada uno de los dos vivía solo. Y se conocían.

Muchas madrugadas de Jimmy Jazz, otras tantas de La Cassette, alguna que otra de Hell Dorado, cierta noche de Darkablar o de Naski, y las menos de parque de Arriaga al amanecer, aunque alguna hubo, componían todas ellas los cinco movimientos de una sinfonía difícil de clasificar como relación, pero muy parecida a eso mismo.

Durante la mañana del sexto de la cuarentena, Julen y Javier se vestían sin mirarse. Ya lo habían hecho bastante durante cada uno de los segundos de las primeras dos horas de aquel día. Estaban en la casa de Javier. Estaban sentados en el borde lateral de una cama de noventa, en la que había, ocupándola, pero no cubriéndola, una funda nórdica tan desmadejada como la tela de un paracaídas instantes después de besar la tierra.

Julen, que nunca había estado en esa casa, mientras desataba cuidadoso las botas de monte para calzárselas e irse, primero la derecha y luego con extremo cuidado también la cordonera de la bota izquierda se quedó mirando el gigantesco vinilo que llenaba la pared más amplia de aquella habitación. Un gran diente de león blanco que esparcía un montón de cipselas, de pétalos, de frutos ya maduros de abuelitos blancos.

Javier, vestido y calzado del todo, veía mirar su pared a Julen. En ese momento entró Beltxi al cuarto, de sopetón, agitando la cola y meneando simpaticón el culo, el perro de Javier. Era un Yorkshire Terrier. Le tocaba salir. Se acercó a su amo y se dejó acariciar. Sal tú primero, le dijo Javier a Julen. No te puedo acompañar. Todo el mundo va de uno en uno, dijo Javier. Nos vemos, dijo Julen. No olvides el pan, dijo Javier, que estás un poco lejos de tu casa. Por si te paran.

Mientras esto sucedía en uno de los treinta y un pedazos del corazón de la pequeña ciudad, en otro, este sí, bastante alejado del de Zaramaga, en el barrio de Zabalgana, Josu, el hermano de Javier, escuchaba la voz de su jefe con el móvil pegado a la oreja y sentado en el taburete azul de su cocina, con los codos apoyados en una encimera de silestone rojo.

Vale que la primera noche, le decía su jefe, y la segunda, pues, yo, yo que sé, la tercera ya es una pasada, la cuarta ni te digo, pero la de ayer, lo de ayer, eso sí que no hay hijomadre que lo entienda y lo que es yo, pues no, Josu, no lo comprendo ¡Que estamos todos igual, joder, y todas, joder! Que no tienes ni que venir a la redacción ¡Que aquí yo también las estoy pasando canutas, todo el santo día solo!, pero hay que sacar el periódico, ¿no te das cuenta? Vale que seáis dos los foteros con los que contamos, no hay más, esto da lo que da, pero, pero, pero, es para que te des cuenta, ¿Y si de los dos uno enferma?, ¿Me escuchas?, le preguntó su jefe a Josu.

Sí, sí, y te comprendo, contestó Josu. Veamos, suspiró el jefe de Josu mientras se pasaba toda la mano por la cara para calmarse. Una cosa, siguió diciéndole a Josu, quédate en casa. Está bien. Quédate en casa. No pasa nada. Por ahora, con lo de Igor tengo, me arreglo, pero que sepas que tu compa está metiendo más horas que un enfermero, joder, ya sé que, joder, lo siento, quería decir otra cosa. En Txagorritxu sí que están mal. No nos quejemos. ¿Me oyes?

¿Sigues ahí?, preguntó a Josu.

Sí, sí, aquí sigo. Que tienes toda la razón, Juantxu, que lo entiendo, que tienes más razón que un santo, pero no sé lo que me ocurre, ya te lo he dicho mil veces. No puedo, no puedo hacer fotos. Algo, me pasa algo.

Pues, le interrumpió su jefe a Josu, ¡está la cosa como para ir al psicólogo! Lo dicho. Ahí quieto. Dos días, ¿vale?

Ok, contestó Josu. Come bien. No salgas. Venga, cuídate, dijo su jefe a Josu, a lo que este asintió con un sí tan tímido como la cipsela blanca de un diente de león.

Era harto improbable estadísticamente hablando, mucho, pero como ya empezaban a suceder cosas extrañas en la pequeña ciudad, puede que esa cipsela, a la que en Zaramaga las gentes llamaban abuelito, volara desde Zabalgana hacia ese otro pedazo de ciudad. De hermano a hermano. De Josu a Javier. Pero era imposible, porque los dientes de león, salvo el que dejó tan maravillado a Julen, el que llenaba la pared del dormitorio de Javier, todavía eran jóvenes, porque la primavera aún no había estallado del todo, porque los dientes de león, los pocos que había en los jardines, eran amarillos por ahora. Cuando fueran blancos, abuelitos llenando el aire, mayo estallaría en todo su esplendor. Por eso mismo. Por las abuelas y abuelos de los dientes de león. Continuará...