Vitoria - “Soy un ignorante”, dice Patxi Zubizarreta. Aunque la charla deja en evidencia que de eso nada. Hace ahora tres décadas aparecieron Jesus Marie Ta Joxe y Ametsetako mutila, sus primeras referencias tanto para el público adulto como para los más jóvenes. Entre aquellos lanzamientos y el presente -lo último es Gasteiz. Arian irakurgai mailakatua- la lista de títulos y reconocimientos es tan larga que es imposible hacer un resumen, más allá de que, como en todo camino, se pueda hablar de momentos buenos y no tanto.
Desde la experiencia que da el paso del tiempo, ¿qué le diría a aquel Patxi de hace tres decenios que estaba empezando en el mundo literario?
-Me gustan las palabras del director de la biblioteca de Nueva York, que decía que él se sentía como un dinosaurio abierto al futuro. Me siento así. Sigo escribiendo a mano, sigo siendo el mismo desconcertado ante los tiempos que nos han tocado vivir. También me siento privilegiado. Le diría: qué bien que has tomado este camino porque eras muy inconsciente y menos mal que lo fuiste. Si no, sería un burócrata en política lingüística o estaría aburrido de mí mismo. Cuando era joven y estaba asqueado de los profesores y del mundo que me tocaba vivir, cogía la bicicleta y me aventuraba. Le diría: qué bien que hacías eso. En estos 30 años ha habido de todo. Han cerrado editoriales, siguen cerrando librerías... y aún así le diría a ese Patxi: aventúrate, no busques un trabajo fijo, búscate, busca. Cuando me pongo a escribir un libro es lo que siento de nuevo. Es empezar otra vez, con esa mochila que llevas, pero sintiéndote de nuevo ignorante y vulnerable, creando algo que te ilusiona.
¿Consideraba entonces que esto podía ser la profesión que pusiese, por así decirlo, el plato caliente sobre la mesa?
-Creo que he sido muy inconsciente. Llegué a ser profesor en Mendizabala. Era el sustituto. Me llamaron y me puso enfermo. A los alumnos no les apetecía mucho estudiar y menos aún euskera. Ponían ¡Viva Franco! en la pizarra. Quería ser más cómplice que maestro y lo pasé muy mal. Y cuando estaba enfermo en la cama, en la caja de cerillas en la que vivíamos en Ariznabarra, me llamaron desde Zarautz para decirme que había ganado el premio Lizardi. Me curé. Salté de la cama. No necesitaba antibióticos para las anginas. Tuve un trabajo en Iparralde, en Baiona. Edmond Rostand, el autor de Cyrano de Bergerac, tiene una casa maravillosa en Kanbo. Allí hay un liceo en el que también estuve de profesor. En esa época, llegó otro premio, Baporea, por 1948ko uda. Tenía un contrato por un año pero dije: esto no es lo mío. Soy consciente de la importancia y de la delicadeza del trabajo de los maestros y maestras, pero llegaba a casa desfondado, sin ganas de leer, que es lo que más me gusta. Así que fui decantándome poco a poco, de manera inconsciente, por este camino y he llegado hasta hoy.
Eso sí, también está su faceta de traductor y de creador de montajes multidisciplinares. ¿Qué le aportan a su escritura?
-Mientras trabajo suelo escuchar mucho Cuando los elefantes sueñan con la música de Radio 3 en el que, sobre todo, ofrecen bossa nova, fados... música portuguesa. Hace poco escuché a un creador que decía que la música va a sobrevivir si está abierta a otros campos. A mí enriquece, sobre todo, estar con gente que no es de mi campo porque cambia la perspectiva, el prisma. Hace unos días estaba con el chelista, acordeonista y pianista Peio Ramírez y me tocó una pieza. Me dijo: ¿te inspira algo esto?. Tenemos que buscar puntos de encuentro que nos enriquezcan a todos. Quizá mi pecado fue empezar a escribir literatura infantil.
¿Por qué?
-Porque me puso en contacto con los ilustradores, que, en general, es gente muy positiva y alegre, sobre todo frente a nosotros, los escritores, que solemos ser muy tristes (risas). Desde la experiencia de ver a tus protagonistas plasmados en sus creaciones, sentí una riqueza diferente. Mintxo Cemillán. Jokin Mitxelena. Elena Odriozola... tengo en casa sus originales. Así que desde muy pronto empecé a tentar a otras personas que me pudieran enriquecer, y también al lector. Así que me embarqué en unas aventuras muy complicadas, enloqueciendo a muchos editores. Pero no me arrepiento. Estoy convencido de que el futuro viene por ahí en todos los sentidos. La multidisciplinariedad, el estar abierto, es importante, sobre todo en la actualidad.
Traducir es otro oficio mucho más complicado de lo que se piensa.
-Empecé a escribir literatura infantil porque leía literatura infantil para aprender euskera. Me lo habían hecho olvidar. Hacía mis pequeñas traducciones. Ha sido una línea paralela a mi faceta de creador. Hace poco escuchaba a una cantante que decía que la creación es como un músculo, cuando dejas de trabajarlo, se atrofia. En mi caso, es algo parecido. Cuando dejo de escribir una obra, que es un momento por el que estoy pasando ahora, si tengo una traducción estoy creando a la vez. Ese pulso se mantiene despierto. La traducción para mí ha sido un regalo. Traducir El Principito de Antoine Saint-Exupéry fue, por ejemplo, algo especial. El francés ha sido mi tercera lengua literaria. Y sigo proponiendo a las editoriales proyectos como Monsieur Ibrahim et les fleurs du Coran de François Dupeyron. He tenido el privilegio de traducir a Naguib Mahfuz, Premio Nobel de Literatura; a Abdelá Taia, con el que coincidí; a...
¿Y cuando han traducido su obra, ha sentido algo de miedo?
-Milan Kundera empezó a escribir en checo y ahora lo hace en francés. Se cambió de lengua. Algo como lo que me pasó a mí. Mi lengua cultural siempre había sido el castellano y me puse a escribir en euskera, en una lengua todavía incipiente cuando empezamos nosotros. Teníamos a Atxaga, Lertxundi, Mariasun Landa... pero todavía el panorama estaba sin definir. Cuando a Kundera le tradujeron al euskera, pidió las traducciones para comparar el ritmo de las frases. Cuando ponía la conjunción et, quería ver eta. Pero si faltaba, se lo reprochaba al traductor. Y éste le decía: pero es que la musicalidad de nuestra lengua, no coincide. Yo tengo el privilegio de que mi obra se ha llevado al castellano, catalán, gallego, francés, coreano, esloveno, alemán, inglés... No traduzco mi obra porque cuando termino un libro estoy tan aburrido de darle vueltas, que no quiero más. Pero siempre intento estar cerca del traductor. Ya cuando son a lenguas como el coreano o al sistema braille, se me escapa, claro. Me lo tomo como regalos.
¿Con el paso de los años, tiene sus trucos, sus dinámicas, para escribir o cada libro es una aventura?
-Totalmente una aventura. Doy pocos cursos de escritura. Tengo que reconocer que no es lo mío. Cuando voy a colegios o las universidades, procuro entrar y salir, dejar un rastro, un eco, pero nada más. Doy fórmulas, sí, pero es que yo no las sigo (risas). Necesitas una motivación muy grande, sobre todo a mi edad. Ya tengo 56 años. A mi favor tengo que decir que Cervantes escribió El Quijote con 55. Así que puedo empezar a escribir bien ahora. Miguel Delibes decía que una narración necesita tres P: un personaje que tiene que tener una pasión, un personaje al que hay que colocarle en un paisaje, en un tiempo. Está bien. Pero no tengo fórmulas. Ahora mismo estoy a la espera, como invernando. Leyendo, eso sobre todo. Las recetas no existen en literatura.
Hablaba antes de ese paso del castellano al euskera como lengua para crear. ¿A veces todavía se siente un estudiante?
-Me siento un amateur en el sentido de el que ama. Un escritor nunca termina de dominar una lengua. Me siento muy inseguro en castellano. Leo más en castellano que en euskera, pero a la hora de crear mi musicalidad es muy difícil de plasmar en castellano o en cualquier otra lengua. Mi lengua creativa siempre es novedosa. Colaboro con una cantante de Zuberoa y su euskera, aún siendo la misma lengua, tiene diferencias a lo que yo vivo. Cuando escribo, lo hago para los niños y niñas de Baiona y Vitoria. Hay que buscar un equilibrio inestable que imagino que le pasará también a un escritor de Sevilla, que ha escuchado siempre una lengua marcada por un acento, una tonalidad diferente, pero que también se habla, por ejemplo, en Latinoamérica y allí hay lectores a los que quiere llegar. La cuestión de la lengua es muy importante. Jhumpa Lahiri, una escritora de origen indio que nació en Londres, escribía en inglés pero decía: me siento envejecer en esta lengua. Y se puso a aprender italiano y luego a escribir. Decía que era como tener una segunda vida. No sé si me pasará a mí. Siento algo parecido con el portugués. Cuando quería reaprender mi lengua materna, el euskera, pensaba que no iba a ser vascoparlante de verdad hasta que soñara en euskera. Y me sorprendía a mí mismo soñando en castellano. A veces, me castigaba por eso. Hoy en día relativizo mucho eso. Las lenguas nos enriquecen en todos los sentidos. Es una pena que no haya más interés por lo que ofrecemos en euskera.
¿En qué sentido?
-Para mí es un regalo ir a Venecia, París, Roma... para encontrarme con gente que está aprendiendo euskera. Pero aquí mismo me gustaría ver más interés por lo que se crea en euskera. En Vitoria, en mi ciudad, en mi barrio, hay personas que conozco que leen lo que escribo, más allá de que les guste o no, gente que ya me puede leer en euskera. En este sentido, ha habido un gran avance en la ciudad a la que vine a aprender filología. Pero, a la vez, parece que todos miramos al inglés. Asomarse a las lenguas es ir abriendo ventanas. Decía lo mismo Fatima Mernissi, que ella entraba en mundos desconocidos. Por eso creo que la cultura en euskera, con la riqueza que está ofreciendo, no tiene la valoración que debería.
Aunque no escribe solo literatura infantil y juvenil, son esos lectores los que ocupan la mayor parte de su atención. Eso sí, por el propio paso del tiempo, cada vez está más alejado de esas edades. ¿Se sigue sintiendo cercano a ellos y ellas?
-Yo pensaba que no iba a ser capaz de escribir para ellos hasta tener un hijo. ¿Cómo se le canta una nana a un niño? He tenido dos hijos y se las he cantado y he tenido que aprender a cantar nanas en euskera. Sentía impotencia por no poder expresarles a mis hijos lo que yo quería cuando estábamos en el parque, aquí en la plaza Gerardo Armesto, donde he pasado muchas horas de mi vida tomando tantas notas. Pero hoy lo pienso y creo que nunca he perdido al niño que llevo dentro. Seguir escribiendo para ellos es igual de difícil que hacerlo para los adultos. Para mí la literatura infantil es la que también pueden leer los niños, es decir, todo es literatura. Y hoy, en general, se hace poca literatura. Prima el best seller, la venta. Pero literatura, la que emociona, poca.
Supongo que volverá a su Ordizia natal con asiduidad...
-Sí. Además, mis padres viven allí. Para mí, Vitoria ha sido muy enriquecedora. Geográficamente, Ordizia está en un valle muy cerrado desde el que no puedes ver el mar. Y Vitoria ha sido como ver el mar en tierra. Incluso en euskera, hay muy poca literatura marítima. Las grandes novelas del mar están escritas por un vitoriano, Ignacio Aldecoa. Esta ciudad ha sido como abrirme un poco al infinito. Es una forma diferente de ver al País Vasco. Cuando hablamos de esta tierra, todos miramos la postal: caserío blanco con tejado rojo en medio del paisaje verde. Eso también es el País Vasco, pero una parte, igual que el secarral, los viñedos, la sierra alavesa... Por cuestiones de edad siempre me ha gustado viajar pero cada vez me apetece menos. Puedo viajar leyendo en el parque de la Florida. Vitoria es una forma diferente de mirar a lo que somos. Y digo a lo que somos asumiendo que en general somos muy ignorantes. El primer diccionario euskera-castellano se escribió en Vitoria por un italiano, Nicolao Landuchio. Somos tan ignorantes que no lo sabemos. Yo también me siento muy ignorante, un analfabeto en todos los sentidos. Cuando era pequeño me enseñaron que Gipuzkoa era la provincia más pequeña de España, no me dijeron que al otro lado de la frontera existía el País Vasco, desconocía que mi tío había estado exiliado... Cada día es un descubrimiento en cualquier aspecto. Lo más importante para crear es la curiosidad. Eso lo tienen los niños y niñas.
Los libros, los premios, los años hacen que uno sea conocido. ¿Le da apuro cuando le paran por la calle?
-Tengo que reconocer que cuando vine a Vitoria me sentía mucho más anónimo y eso para mí era una gozada. Pero a la vez siento el aprecio de sentirme enraizado. Con el último Premio Euskadi, lo que viví fue inesperado. No sé cuánta gente me felicitó por la calle, en la panadería, en las tiendas... Pero me gusta el anonimato, eso es verdad.
Si alguien, en este 2020 en el que la palabra cada vez ocupa menos sitio, le pide un consejo para ser escritor...
-No tengo consejos porque, para empezar, tengo dos hijos que no leen (risas). Tampoco soy partidario de dar consejos. No hay otro misterio que cultivarse. Si nos dejamos hipnotizar por los teléfonos y las pantallas, vamos a ser robots. La cultura exige sacrificio y mucho trabajo. Y ganas de cambiar el mundo. Decía Juan Mayorga: intenta sacar del ruido algo de silencio, belleza, música. Es una labor utópica pero apasionante.