Una novela es un viaje. Y como todo viaje tiene sus riesgos. El arte de novelar la vida propia -lo que hoy se denomina autoficción- es una tarea difícil, y no es extraño al materializar ese trabajo caer en la parodia y ofrecer un retrato truculento de uno mismo. El término autoficción, el neologismo con el que Serge Doubrovsky bautizó en 1977 su novela Hijos, engloba aquellas narraciones que toman como punto de partida la vida del narrador y mezclan ese material autobiográfico con sucesos inventados por éste; bien sean relatos ficticios, fantasías personales e incluso sueños. El lector curioso se preguntará, en este caso, qué porcentaje de material es inventado y qué porcentaje real. Es ahí donde reside la pericia del escritor, que consiste en difuminar las barreras que delimitan ambos territorios y hacer que el relato expuesto sea absolutamente verosímil.
Si este subgénero literario, tan en boga en la actualidad, cuenta con pioneros tan relevantes como Thomas Bernhard o Peter Handke, son muchos los escritores que hoy en día esconden su biografía bajo su etiqueta. La premio Nobel Olga Tokarczuk y el noruego Karl Ove Knausgard son la punta de lanza de un puñado de nombres que, si nos referimos al ámbito hispano, incluiría entre otros a Rodrigo Fresán y Sergio Chejfec, a Javier Cercas y Enrique Vila-Matas.
Un buen ejemplo de esta tendencia es la última novela de Carlos Pardo. El joven escritor madrileño, autor de una obra poética tan breve como exigente, es el artífice de dos libros previos que también se adscriben a esta categoría. Lejos de Kakania, su nueva publicación editada por el sello Periférica, podría definirse como un libro generacional o una novela de formación, aunque en realidad es el viaje iniciático de una persona instalada ya en la madurez. Un hombre que mira al pasado con nostalgia a pesar de la difícil relación con el mundo que le rodea.
Si su primera novela abordaba los conflictos amorosos de un adolescente y la segunda sus orígenes familiares, la última disecciona la amistad de dos jóvenes poetas en todas sus variantes: tanto en las epifanías y celebraciones juveniles como en los desencantos y deslealtades. La obra, un libro de lectura no precisamente fácil por la cantidad de capas narrativas que posee, mezcla con habilidad distintos géneros: el relato, el microensayo y la poesía.
Carlos Pardo demuestra en Lejos de Kakania un gran potencial como narrador, y el libro resulta bastante más notable que cualquiera de las novedades que colonizan los escaparates de nuestras librerías. Sin embargo, no alcanza la excelencia de las grandes obras maestras. A veces, por su prurito de trasladar el lenguaje coloquial al papel que, en no pocas ocasiones, deriva en diálogos banales. A veces, porque sus historias complementarias se solapan hasta confundir al lector. Quizás también porque el arte -el arte de novelar la vida- es un aprendizaje constante: lleno de tentativas.