La piel de las ciudades está tejida por arterias poderosas que se ramifican cual árboles de asfalto desde el centro hasta los confines del arrabal. De igual manera, el cuerpo urbano comprende una tupida red de seres que se mueven por ella al compás de la prisa o del capricho del azar y de la holganza. Ambos tejidos -el urbano y el humano- ofrecen al curioso un espectáculo insólito y constante. Si alguien se sienta en un banco público y se dedica simplemente a mirar, verá desfiles de ejecutivos apresurados, ancianos ociosos y procesiones familiares. Si penetra en el corazón de una ciudad, no le será difícil dar con artistas callejeros y músicos ambulantes, comercios de todo tipo y restaurantes especializados. Sin embargo, el paisaje de la urbe muda de color y encanto al anochecer, y el paseante anónimo lo mismo podrá recalar en un local de moda o de mala laya que en una taberna de aire provinciano, donde almas traicionadas por la vida beben en silencio el vino espeso de la soledad.
Pero uno, muchas veces, recorre simultáneamente ciudades y libros. Deambula por calles de edificios señoriales o visita iglesias que guardan en sus paredes señales vivas de la historia. Después se adentra en museos que atesoran otros signos paralelos del arte, o se pierde entre los anaqueles de una librería y encuentra -también al azar de sus vagabundeos- un objeto muy hermoso para el tacto y la vista, un libro que dice que alguien, siendo niño, pasaba las tardes sentado en una banqueta esperando ver pasar un automóvil. Y sale de la librería -el volumen bajo el brazo- y se instala en un café para seguir leyendo más: más evocaciones y memorias de un lugar geográficamente lejano, pero que despiertan en él una curiosidad instantánea cuando reconoce episodios de su historia que no difieren demasiado del lugar en el que vive: gestas de hombres insignes o peculiares, recuerdos de rituales y celebraciones, noticias de crímenes y explotación.
Ciudad de México es en la actualidad una metrópoli de más de veinte millones de habitantes. Juan Villoro, que nació y ha vivido allí toda su vida, alude en el título El vértigo horizontal (Anagrama) a la desmesurada expansión demográfica de las urbes contemporáneas. El libro, compuesto por medio centenar de reportajes que mezclan ensayo y autobiografía, hace un recorrido por los acontecimientos sociales y políticos de esa ciudad, donde la modernidad confluye con los antiguos oficios artesanales y las vidas ajenas de los oprimidos: esos niños de la calle expuestos a la droga y la prostitución. No quedan al margen en estas espléndidas crónicas (ilustradas por fotografías en blanco y negro) los hombres de letras y las tertulias de antaño. Al fin y al cabo, la historia de las ciudades -dice Villoro- es la de los cafés donde la vida se mezcla con la cultura. Si el paseante descifra el territorio por lo que mira, el hombre de café entiende su época por lo que escucha.