no hay datos contrastados sobre su origen ni el inicio de su cultivo; lo único que sabemos es que el garbanzo es una leguminosa muy antigua, de nombre que el diccionario, y el mismísimo Corominas, hacen venir de un vocablo perromano desconocido; en esta ocasión, la etimología no viene en nuestra ayuda.

Su lugar de origen parece estar en los límites orientales del Mediterráneo: sur de Turquía, Líbano, Siria... Por otra parte, su presencia en la India hace que nos planteemos desplazar hacia el Este la cuna de esta leguminosa que dio origen al cognomen de la familia de Marco Tulio Cicerón, alguno de cuyos antepasados tuvo un grano agarbanzado en la nariz.

En España los garbanzos son muy populares, porque entran en platos muy arraigados en nuestras costumbres. Para empezar, en el cocido, que siempre (bueno, casi siempre, porque la versión montañesa no los lleva) tiene garbanzos. Nuestro cocido, hay que decir, porque los de los países de nuestro entorno (pot-au-feu francés, bollito misto italiano, cozido à portuguesa de nuestros vecinos) prescinden de esta leguminosa.

Sea Próximo o Medio, lo que parece es que nuestros garbanzos de Fuentesaúco o Pedrosillo vinieron de Oriente. De hecho, en la India, que hoy es el primer productor mundial, son bastante populares. Como en el Próximo Oriente y en toda la ribera meridional del Mediterráneo.

crudos, cocidos y fritos En Roma sí que fueron conocidos y populares, aunque no parezca que fueran muy apreciados; es conocido el personaje de Plauto ridiculizado por alimentarse de garbanzos; el tal Pultifagónides era cartaginés, y los cartagineses eran los mayores rivales de Roma. Pero los romanos comían garbanzos. Marcial nos cuenta que se vendían por las calles crudos, cocidos y hasta fritos; y Apicio incluye en su formulario tres o cuatro sencillas recetas para los garbanzos y las habas secas.

El problema es que, tradicionalmente, el garbanzo, como las demás legumbres secas, se asoció mucho tiempo a las épocas de penuria, de hambre, así que no gozó nunca de demasiado prestigio. Sí entre nosotros, que, además del cocido, tenemos platos en los que los garbanzos desempeñan un papel importante, tal que los potajes, especialmente el de vigilia, con espinacas y bacalao, y algunas suculentas versiones de callos, como en Galicia y Andalucía... No en vano se dijo “ganarse los garbanzos” por “ganarse la vida”.

La cocina árabe ha desarrollado toda una teoría del garbanzo, expresada sobre todo en dos especialidades: una especie de crema o puré, el hummus, y unas bolas tipo albóndigas o, externamente, croquetas (no lo son: no llevan bechamel, y sin bechamel no hay croqueta) llamadas falafel. Las dos cosas me gustan, especialmente si las tuneo. Con el mismo principio del hummus podemos llegar a una textura más líquida, a una especie de “gazpacho” de garbanzos, delicioso en verano.

Al falafel llegamos por otra vía. La versión original parte de garbanzos remojados, sin más. Nos parece pobre. Nuestra fuente de garbanzos será, cómo no, el cocido. En él los garbanzos atesoran sabores y esencias que un musulmán no está autorizado a conocer; me refiero a la rotunda presencia de carnes de porcino de nuestros cocidos.

“Ropa vieja” La versión más conocida de la “segunda vuelta” del cocido es la llamada “ropa vieja”, básicamente resultado de pasar los sobrantes del puchero por la sartén, con más o menos aditamentos (huevo, cebolla...) al gusto de cada cual. Pero podemos prepararnos una versión cristianizada del falafel y convertirla nada menos que en una hamburguesa. De garbanzos, sí.

Partiremos de garbanzos sobrantes del cocido, que trituraremos hasta lograr una masa, que se liga con huevo, y en la que debe haber sal y pimienta (no las pieles de los garbanzos), semillas de sésamo, parmesano rallado y, a su gusto, un poco de cebolleta, algo de ajo, perejil, unos cominos... Bien triturados los garbanzos y sus acompañantes, vayan moldeando las porciones con las manos húmedas o aceitadas o, mejor, con dos cucharas. Pongan en el corazón de cada porción un trocito de queso de pasta blanda.

Aplasten las porciones, para darles forma de hamburguesa. Y nos queda solo el rebozado. Descartamos los tradicionales, y optamos por buscar un exterior especialmente crujiente, así que echamos manos de fideos chinos, de arroz, que redujimos a casi un picadillo en el que envolvimos nuestras tortas de garbanzos. Sartén, aceite de oliva, escurrir bien... y a la mesa. Sorprendentemente buenas.

En fin, una idea surgida, por un lado, del falafel y el hummus y, por otro, de una receta de lo que él llamaba “chulas” de nuestro Paisano “Picadillo”; chula, en gallego, es una torta pequeña hecha con harina o pan y huevos y frita en la sartén.

Garbanzo. De lo más polivalente. No solo usamos su harina para ciertos rebozados sino que, en tiempos difíciles, la gente sustituía al café por una especie de infusión de garbanzos. Y nada popular en tiempos duros mantiene su prestigio cuando llegan las vacas gordas, pero... no sean injustos con los garbanzos.