en la historia de la tele en estos pagos hay fases de enamoramiento entre imagen y música, y otras en las que la música parece vetada en los programas de las diversas cadenas.
Ha habido momentos en los que solamente la reinona de las tardes, María Teresa Campos, hacía un hueco a los/as cantantes del país, que se paseaban por el minúsculo set del programa con coplas y pachangas varias.
Y a la contra, momentos de intensa competición entre las emisoras que convierten las parrillas de programación en espacios para la música del más variado pelaje. La vuelta a antena de Operación Triunfo, después de éxitos artísticos reconocibles en el pasado o la nueva edición de La Voz, o el entretenido tiempo de Tu cara me suena son ejemplos de hermanamiento fecundo entre tele y discografía.
Las políticas televisivas a la hora de construir la oferta tienden a comportarse dando tantos tumbos que llegan a marear o agotar la paciencia consumista de los telespectadores, que pasan de abundancia de género a olvido casi absoluto del mismo. La dinámica narrativa de las series frente a la realización televisiva de los talent show marca una notable diferencia en el ritmo de las secuencias, planos y peripecias del guión, que en el caso de los musicales se repiten con exceso y terminan por cansar al televidente. Sentar en el plató a veinte concursantes que con mejor o peor afinación buscan un lugar en el sol del negocio musical resulta repetitivo y cansino.
Mezclar música con el circo de Lolita, Chenoa, Latre o Llácer es ingeniosa combinación que funciona a las mil maravillas en Atresmedia, que sigue ofreciendo tele en estado puro, en la que cantar es casi secundario y animar la velada objetivo primordial y de éxito. Música y televisión son muy compatibles, si median la inteligencia audiovisual, narrativa del entretenimiento y perspicacia del realizador.