en apenas dos secuencias, Kruithof, un director que ahora empieza, previene al espectador de que no se lo va a poner fácil. Su puesta en imágenes ambiciona un acabado formal, una estética de arabescos y geometrías. Dibujado con orden de precisión obsesiva y edificado con artificio, todo en Testigo avanza por el lado oscuro de lo no convencional. Todo no, sólo aquello que hace referencia a su piel, a su apariencia. Claro que pronto descubrimos que las apariencias engañan, como engaña ese encargo laboral que lleva al desquiciamiento a su principal protagonista, interpretado por el hierático François Cluzet.

Esa ruptura de nervios, la pérdida del autocontrol propiciada por un deseo de coordinar lo inútil, de completar lo inabarcable, lleva al desastre. En una sociedad sumisa, habitada por gregarios y mansos, hay atrevimientos que llevan al desempleo y así, en busca de trabajo como Scottie (James Stewart), el protagonista de Vértigo, el Testigo de este filme ¿encuentra? un trabajo-trampa. Contratado para prestar un servicio de aromas insanos, Kruithof no oculta que Kafka le ilumina y que kafkiano es el recorrido que va a protagonizar un hombre ridículo forzado a un absurdo juego entre dos bandos que amenazan su integridad física.

Entre medio, un relato de amor, una presencia femenina que el guión rentabiliza para el chantaje y que la dirección emplea para dar aire a un relato de claustrofóbica exposición. El misterio que encierra se levanta sobre arena incierta, sobre barro que no sostiene todo el peso que asume y que progresivamente traga y traga haciendo desaparecer lo que durante la primera mitad prometía ser una gran obra.

En su ópera prima Kruithof compone poderosas estampas pero a la hora de articularlas, cuando debe hacer que los personajes transciendan a sus arquetipos y que el thriller que quiere ser se perciba como posible, la torre que levanta se tambalea. Entonces, ese títere atado sobre las cuerdas que lo mueven no encuentra posible romper esos lazos porque sin ellos, su figura caería. Dicho de otro modo, el cambio de registro que plantea hacer se descubre imposible y, sin transformación, todo se (des)hace en gran guiñol y mascarada.