mira que los chicos de Vasile se habían empeñado en hacer de la decimosexta edición de Gran Hermano, cantera de sorpresas, cambios y alborotos varios, pero mediado el tiempo del concurso dotado de 300.000 euros para el ganador, el aburrimiento se están asentando en debates y galas que no consiguen dinamizar con brillantez Jordi y Mercedes, repetitivos y cansinos hasta la saciedad, así que a pesar de los dos millones de televidentes seguidores del programa, el ingenio de los profesionales, realizadores y guionistas, no acaba de encontrar la llave del entretenimiento masivo y fresco ante situaciones y escenas más repetitivas que el pepino en veraniega ensalada.
Ni unos ni otros consiguen en sus noches de emisión poner magia en diálogos y personajes que son calcados una y otra vez, y lo que ve y va a ver el espectador ya conoce, adivina, anticipa como materiales narrativos vistos, conocidos y consumidos.
Y así lentamente, el aburrimiento se va aposentando en la pantalla amiga de Mediaset, incapaz de levantar el vuelo con gracia, habilidad, situaciones y nuevos argumentos para la competición. El exceso de ediciones ha conducido a una situación en la que las escenas solamente tienen carga novedosa de protagonistas, que son compañía de tipos/as más o menos iguales con estrategias sabidas ante las cámaras de Guadalix, en saturación de gritos, peleas y amores interruptos que producen muermo e insatisfacción en los televidentes que se desinflarán lentamente y perderán el enganche con el antaño programa poderoso de Gran Hermano. El entretenimiento que diera a espuertas esta pieza televisiva, inicia un lento y decadente camino del aburrimiento, a la espera de un golpe de gracia, de una situación nueva y atractiva en la vida de los sufridores concursantes y sufridos consumidores que ya no tienen una cita obligada con las parrillas de Tele 5.