MADRID. Sobre la mesa de su despacho en el palacio de Liria, una foto de la duquesa Cayetana mira a los ojos a su hijo primogénito, Carlos, XIX duque de Alba, un hombre discreto, serio y de trato exquisito cuyo carácter apenas tiene que ver con el de su madre, una mujer libre, poco convencional, que vivió como sintió.
Una mujer a quien ni el peso de la historia de sus nobles apellidos, ni su larga lista de títulos nobiliarios impidieron nunca mostrarse tal y como era y sentía: cercana, popular, sincera, dada al bullicio callejero, rebelde y un punto extravagante.
Alguien que por cuna y tradición familiar se declaró siempre monárquica, "hasta la médula", sin ocultar que votó socialista, a un jovencísimo abogado laboralista sevillano, Felipe González, allá en los comienzos de los años 80 del siglo pasado. Un tiempo de cambios en el que entre los de "su" clase votar izquierda era impensable, cuando no una excentricidad imperdonable.
Cayetana fue flamenca, amante de la pintura -algunos cuadros con su firma cuelgan todavía hoy de las paredes de su estudio en Liria-, y de los caballos, melómana y coleccionista de arte y antigüedades, continuando así con una tradición familiar que se remonta al siglo XV y que ha hecho que la Casa de Alba posea uno de los patrimonios histórico-artísticos más ricos y valiosos del mundo.
Muy dada a abrir los salones y a sentar a la mesa de sus palacios a intelectuales, aristócratas y algún que otro "canallita" de la noche, en una mezcla tan arriesgada como aplaudida, la de Alba fue una duquesa irrepetible, hasta el final de sus días, mañana hace un año.
El 20 de noviembre de 2014, por la mañana, tras una agonía que duró días y que reunió a toda la familia Alba en el sevillano Palacio de las Dueñas, se despedía de la vida la duquesa Cayetana. Tenía 88 años. Y como proclama el dicho popular: "genio y figura hasta la sepultura".
Por su capilla ardiente, instalada en el Ayuntamiento de la ciudad que tanto amó y que tanto la quiso, pasó el "todo" Sevilla. Nobles y plebeyos, políticos de uno y otro signo, artistas, toreros, amigos y curiosos que coincidieron unánimemente en elogiar a una mujer "luchadora" y "voluntariosa", que siempre deseó ser recordada por su "lealtad".
"Siempre -escribió en "Lo que la vida me ha enseñado", libro de memorias con el que en 2013 celebró su 60 aniversario como duquesa- he querido vivir mi vida, pero a la vez sin molestar a nadie".
Cayetana de Alba dejaba los asuntos terrenales "atados y bien atados", ya que pocos años antes, previa a su discutida boda con quien fue su tercer marido, el hasta entonces funcionario Álfonso Díez, mucho más joven que ella, había repartido entre sus seis hijos una herencia muy importante.
Propiedades y bienes al margen del apabullante patrimonio que custodia la Fundación Casa de Alba, y que incluye palacios, fincas, obras de arte de incalculable valor, documentos de gran valor histórico y una biblioteca tan voluminosa como rica en fondos.
Un patrimonio costoso de preservar y enriquecer, cuya custodia, dada su condición de máximo responsable de la Fundación, corresponde al nuevo duque, Carlos Fitz-James Stuart y Martínez de Irujo.
"La crisis ha afectado a todos; también a la Casa de Alba, no hemos sido una excepción", confesaba este verano, en una entrevista con Efe, este sesentón divorciado, padre de dos hijos y que en esta nueva etapa vital asegura no echar en falta la compañía de una pareja.
En este primer año sin su madre, el primogénito de los Alba ha tenido que tomar decisiones importantes para "ordenar -según sus propias palabras- la parte económica de la Casa, además de continuar trabajando para el sostenimiento y divulgación de su patrimonio histórico artístico".
Carlos Alba ha seguido -la decisión fue tomada todavía en vida de Cayetana- con la venta de productos -aceite, dulces, embutidos,...- procedentes de las explotaciones agrícolas familiares, comercializados bajo la noble etiqueta de "Casa de Alba", ha abierto al público el familiar palacio de las Dueñas y ha permitido que cruzaran el Atlántico muchas de las "joyas" artísticas de su colección, para una exposición en Dallas, Estados Unidos.
Pero también vivió con disgusto la decisión del Gobierno español de no autorizar la venta en subasta en Londres, en Christie's, con un precio de salida de 21 millones de euros, de una carta manuscrita de Cristóbal Colón a su hijo Diego, tan rara como valiosa.
"Todos los hermanos tenemos buena relación", aseguraba lacónico el duque este verano, a propósito de unas relaciones que, tras el fallecimiento de su madre, hicieron correr ríos de tinta. "¿Y de los seis con Alfonso Díez?", su viudo. "También muy buenas", afirmaba con igual o mayor laconismo.
En este año, la benjamina de la familia, Eugenia, vivió un tórrido y fugaz amor veraniego con un seductor actor, Cayetano puso fin a su publicitado romance con una nadadora de éxito y el resto de los hermanos vivieron con discreción la ausencia y el recuerdo de quien poseyó una personalidad arrolladora.
Y mientras los hijos resolvían algún que otro "fleco" de la herencia que legalmente corresponde al viudo, Alfonso Díaz vivía su pena también de forma discreta y en solitario, entre la calma de la costa gaditana y el bullicio de Madrid.
Cerca de donde reposan para siempre, y por expreso deseo suyo, las cenizas de la duquesa más duquesa que haya existido nunca: la iglesia sevillana del Valle, sede de la Hermandad de los Gitanos, de la que Cayetana fue devota hermana, y el panteón familiar de los Alba, en Loeches, localidad próxima a Madrid.