Tras un fin de semana de algarabía y caspa, la jornada del lunes optó por dar un respiro. Solo dos películas concurrían ayer en la Sección Oficial a concurso: Amama de Asier Altuna y Eva no duerme, de Pablo Agüero. Dos filmes en cuya naturaleza formal aparece inscrita su procedencia. Y, con ella, en consecuencia, la antropología, el Arte y la Historia. De eso saben o creen saber ambas.

Las películas de Altuna y Agüero no ocultan su querencia por un cine identitario. Ambas avanzan con el ADN como bandera y tienen a la hipérbole como divisa. Sendos títulos comparten una estrategia similar. Los dos retuercen las convenciones de la narrativa cinematográfica para extraer de ella jugos muy distintos. Mientras el director vasco acude a lo lírico y al arte plástico; el director argentino hurga en el cine documental y en la manipulación de material preexistente para desembocar en una suerte de representación teatral que aspira a ajustar cuentas con el peronismo y sus pesadillas. Empecemos por el de casa.

Desde la primera curva de la cuesta que lleva al baserri que preside el escenario nuclear donde transcurre su relato, Amama establece las reglas del juego a desplegar. Lo nuevo y lo viejo, la tradición y el presente, la memoria y la libertad. Como si fuera un partido de pelota, sus personajes pasan mucho más tiempo mirando a la pared, al frente, al horizonte que viendo a su antagonista. Se trata de un frontis presidido por la mirada de una abuela de luz cegadora y silencio incómodo. Una abuela que en las manos del autor de Bertsolari rompe con el academicismo del cine comercial.

Altuna se interna en el bosque vasco sin brújula ni guía. Solo se sirve de su propia reserva y de la ayuda de la amistad. También de un puñado de referencias que absorben el ayer y el hoy en una sucesión de micro-relatos que sustentan una idea central: la agonía de la vida baserritarra y su herida de muerte por los usos y valores de la vida contemporánea.

En Amama, eso que muchos niegan y otros muchos viven, el cine vasco, se manifiesta en toda su plenitud. En Amama no hay duda alguna sobre su existencia. Esa cultura reconociblemente euskaldun empapa todos y cada uno de los planos. Y al hacerlo, con ellos reviven en Amama ese puñado de películas que contribuyeron a forjar su joven historia. De Tasio a Vacas, cada persona creerá percibir restos de esta cinematografía mínima en nombres pero reconocible e indefectiblemente sólida en sus rasgos de identidad.

Altuna, que una vez más se abraza al Jorge Oteiza del Quousque tandem, hace aquí su particular ensayo para (re)conocer el alma vasca. Un ensayo en el que resultan muy evidentes las citas y en donde Altuna ha preferido servir(se) de ideas, formulaciones e historias ajenas. No se trata tanto de una obra de autoría subjetiva sino de un filme de aportaciones al servicio de una pequeña anécdota; un final que en realidad no lo es, porque pueden cambian las apariencias pero permanecen las ideas si se sabe respetar. Esa es su moraleja.

Para alimentarla, Amama posee un motor de referencias enciclopédicas. Un motor que golpea de vez en cuando con poderosas representaciones llenas de fantasía y fuerza. Altuna levanta una obra coral, un conjunto polifónico en el que se hace muy perceptible la ayuda del auzolan y una manera de vivir a la que este filme homenajea. La clave del poder de su vuelo se encierra en el personaje que le da título: amama. Y es la suya una presencia cinematográficamente poderosa pero verbalmente muerta. Una extraña paradoja que establece los límites de este bello poema. Está inscrito en nuestra cultura. En el principio fue el verbo y ese principio, la palabra, el origen que constituye la autoridad de la amama, permanece sin invocarse en el filme. Sin palabras, la amama reduce su alcance. Sin palabras no hay transmisión. Sin sus palabras, la amama adquiere el valor de un tótem sagrado, un símbolo sin duda potente y fascinante pero carente de vida por un discutible capricho de casting y/o de guión.

El sueño de la dictadora En Eva no duerme, Pablo Agüero encara con furia y ganas la figura de Eva Perón para sacudir(se) los fantasmas del pasado. La intención argumental de esta re-visitación al recuerdo del símbolo peronista en cuyo nombre tanta sangre se vertió, no alcanza jamás el nivel de reconocimiento. Cuando el filme acaba, no sabremos nada nuevo sobre el tema que no supiéramos antes. En su lugar, lo que hace Agüero con su sombra hecha cuerpo yacente, parece más una venganza histérica que una crónica sobre los hechos y su razón.

Resuelta con carpintería teatral, a modo de escenas, Pablo Agüero se muestra más preocupado por obtener de sus reconocidos actores unas interpretaciones memorables que por aportar a sus personajes ese interés que desvele y revele las todavía inexplicadas causas del hipnótico atractivo del peronismo y de su “madre superiora”. De lejos, lo mejor de la película reside en las imágenes de archivo, en los testimonios hechos de blanco y negro, en los recortes de su funeral multitudinario, en esos discursos reelaborados con ritmos del presente y reordenados con rimas de videoclip.

Cuando Agüero abre los archivos y Eva Perón se asoma a su película, el interés por desentrañar su atractivo nos acerca a la voluntad del director. Cuando el director se deja llevar por un histrionismo de gran guiñol, cuando sus diálogos resuenan huecos y lo que dicen nada significa, cuando su furia abraza al ruido y este aturde y confunde, salta la tentación de ceder al chiste fácil y decirse que el título idóneo sería Eva no puede dormir porque el ruido y los gritos no le dejan. Pero con un chiste no se contrarresta la sensación de que sus apenas 80 minutos nada producen salvo confusión y cansancio. Agüero ha medido mal el alcance de su película. Demasiado apocada para adentrarse en un delirio de sangre y cartón piedra y demasiado angustiada para responder con calma y rigor al enigma de Eva Perón y sus mil y una leyendas. Esas que desde su muerte le acompañan y que todavía están por desentrañar.