Ya de antemano se sabía que la jornada del jueves podía ser en la que mejor se lo podían pasar los más fieles al género y los protagonistas de este día de la trigésimo novena edición del Festival de Jazz de Vitoria se empeñaron en ello. Si Vincent Peirani ya había puesto el listón alto por la tarde en su estreno en el Principal, la cosa en Mendizorroza tuvo momentos de brillantez de la mano de Brad Mehldau e instantes interesantes con el cuarteto de Chris Potter, Dave Holland, Lionel Loueke y Eric Harland, aunque esta formación no supo dar del todo en el clavo.

En un polideportivo acalorado y con mejor presencia de lo esperado (algo más de media entrada), le tocó arrancar al pianista norteamericano y sus inseparables Jeff Ballard (fantástico a la batería) y Larry Grenadier. Poco se puede decir ya del músico de Jacksonville. Es una referencia, un ser tocado por la genialidad que casi sin hacer nada ya da la vuelta a cualquiera. Es cierto que su propuesta no es para todo los públicos, lo cual, dicho sea de paso, es de agradecer. Es verdad que en ocasiones peca de un exceso de personalidad, también sobre las tablas. Pero Mehldau conoce a la perfección su oficio y así lo transmite, incluso aunque a veces de la impresión de que sólo toca para él y que se asombra cuando se da la vuelta por un segundo y ve gente mirándole (esta vez, hasta estuvo comunicativo).

A lo largo de una hora y casi veinte minutos, el silencio se apoderó de Mendizorroza porque cualquier mínimo ruido interfería en un discurso medido, pausado, rico y estimulante que requirió de un bis antes de la despedida con el personal por completo puesto en pie.

Tras el descanso, fue el turno para Potter, Holland, Loueke y Harland, ese denominado supergrupo en el que sus cuatro componentes se dedicaron más a sumar sus particulares genios que a multiplicar sus características para dar un paso hacia adelante. Ningún concierto que tenga al contrabajista o al saxofonista puede defraudar. Es del todo imposible. Y tampoco hay que engañarse, de este tipo de uniones temporales muchas veces no hay que esperar demasiado. Aunque tampoco hay que ponerse tremendista y soltar aquello de que los músicos sólo se subieron a las tablas para cobrar el cheque y adiós muy buenas.

Para nada. Los cuatro fueron enlazando composiciones de cada uno, esperando a sus instantes de protagonismo para lucir sus sobrada calidad individual y hubo momentos en los que incluso la banda sonó como si lo fuera. Potter, como no podía ser de otra manera, volvió a lucirse, al igual que un Holland que cada vez que respira es como si lo hiciese la historia del jazz. Más escondido estuvo Harland, y un tanto reiterativo, al igual que en otras ocasiones, un Loueke que siempre da la sensación de tener más cimientos de los que muestra. Con todo, los cuatro estuvieron a la altura, pudiendo retener al público, que camino de la una de la madrugada ya había sufrido bajas. Eso sí, los numerosos presentes, tras el bis, despidieron a los músicos puestos en pie.