MADRID. Era muy frecuente que esa familia se hiciese con un localito en el que montar un negocio de hostelería. Un bar. Pero un bar en el que, además, se daba de comer a la parroquia. El esquema era simple: la madre de familia se metía en la cocina; el padre reinaba en la barra y, en las comidas y cenas, algún hijo que al mismo tiempo estudiaba servía las mesas. Un esquema simple que solía funcionar.

Nunca he llegado a entender por qué todo el mundo piensa que la manera más fácil de vivir es la hostelería; pero sigue habiendo montones de gente que piensa que, en caso de apuro, un bar, un restaurantito, va a resolverle la vida.

Ignoran estos ciudadanos la dureza del trabajo, la esclavitud del negocio, los horarios interminables, las insaciables cargas fiscales que vienen de las tres administraciones...

Muchos de aquellos emigrantes retornados fracasaron. Pero otros, y no pocos, triunfaron. A esta escala, el triunfo no se mide por estrellas Michelin, sino por la mucho más fiable reacción del público, que ocupa las mesas un día sí y otro también, que se hace fiel, que está allí porque allí se está a gusto y, además, se come bien.

No gollerías, obviamente. Comida entre casera y de taberna, pero de confianza, hecha por la patrona y alguna ayudante fichada a resultas del éxito. Materias primas fiables. Del entorno, o del pueblo de los patrones, que llaman para que les manden las lentejas, o las alubias, de un proveedor de confianza, quizá un pariente.

Platos cocinados allí de principio a fin, nada de género precocinado envasado. Cocina que llamábamos "honrada", porque lo era. No hay más que comparar cómo salen las patatas fritas en una de estas casas con cómo se las dan a uno en una cafetería.

Pero no le dábamos importancia. Era una cuestión menor. En esas casas no había "exquisiteces". La cocina tradicional era algo que había que superar. Visto con perspectiva... qué tontos éramos.

Hoy el panorama es otro. Proliferan los nuevos restaurantes, bajo las más diversas fórmulas: gastrobares, abiertos 24 horas... Suele montarlos gente joven, más o menos preparada (no para la hostelería: como siempre, creen que es el clavo más seguro al que agarrarse), con estudios, pero sin trabajo.

Creen que montando un negocio de hostelería, sus amigos bastarán para llenarlo todos los días. Y allá van. No a cocinar, qué dices. Ni a servir mesas. Ni copas. A estar por allí. A veces, hasta vestidos de blanco. Impoluto, por supuesto, oliendo a suavizante, no a cocina. Han contratado un cocinero, un ayudante de cocina, dos personas para la barra, otras dos para la sala y, fundamental, los servicios de una agencia de comunicación.

Los amigos van... mientras los inviten. Las facturas, invariablemente, llegan. Hay que pagar a los proveedores y, sobre todo, al personal. Además, hay impuestos, licencias, gastos del local... No salen las cuentas. La comida que dan es la misma que se da en cientos de establecimientos similares: ligeras variaciones sobre el mismo tema. Cocina, poca: diseño, a veces.

Y, es verdad, a veces hasta tienen suerte y les va bien. Es el caso en el que dan con un cocinero vocacional, que no puede abrir local propio, y son capaces de entenderlo y apoyarlo (o sea: decirle "en la cocina mandas tú"). Aquí hay, en efecto, posibilidades de triunfo.

Pero cuando el restaurantito lo monta alguna de esas personas que en casa cocinan bien, animados por sus amigos ("tú tienes que montar un restaurante...), el batacazo es casi inevitable.

Menos mal que resurgen las tabernas de barrio, lugares donde la señora Julia de turno deja toda su sabiduría culinaria, su tiempo y su cariño en los platos que ofrece a sus clientes, y cuya carta está totalmente en función del mercado y de lo que sabe hacer: lo que hay, lo hay, y si los callos son los jueves, no los pida usted los lunes, no incordie, hombre...

Sitios donde uno sabe que va a comer bien, en los que la familia que llegó de Alemania hace cuarenta años ha sido tocada por la sagrada vocación de la cocina. Negocios familiares. Benditos sean.

Las guías pasan de estos sitios, con la más que lógica consecuencia de que los consumidores acaban pasando de las guías. Los nuevos críticos las ignoran (los viejos, desde luego, no) y cantan las excelencias de platos (y restaurantes) que durarán en la memoria apenas un instante. Pero el común de los mortales sigue apreciando esa cocina de sabores que le son familiares, que están en su subconsciente gastronómico. Y sabe dónde ir a buscarlo.