LAS cadenas de televisión viven atadas a las decisiones y planificaciones de los responsables de programación, que deben dar en la diana de los gustos del respetable para mantenerse en el puesto y llevarse los euros mensuales a casita. Los programadores se la juegan cada vez que apuestan por un producto nuevo, un formato espectacular o una serie con posibilidades. Solos frente al peligro de darse una castaña por colocar en el prime time una cutrez que no va ni a tiros, o de comprar una serie que exitosa más allende de los mares, no gusta a este lado del Atlántico, provocando su baja inmediata en la parrilla a la primera de cambio. Los programadores son los constructores de los mediáticos escaparates de las televisiones, que sea cual sea su ámbito, finalidad o proyecto editorial, buscan siempre triunfos, triunfos, triunfos y si de paso machacan a la competencia, más y mejor. Pendientes de los resultados diarios de audiencia, desentrañan con poderosa capacidad analítica pros y contras de respuestas de las diversas audiencias a diferentes programas. Aquel unamuniano dicho de que inventen ellos se aplica en al caso de la televisión con un descaro y desvergüenza olímpicas. Las cadenas se copian formatos, ideas de programas y personal vario con una alegría que echa al cubo de la basura la ley de propiedad intelectual, que diariamente se saltan a la torera, provocando disgusto y desorientación en la clientela, que ve cómo se copian unas a otras y todas se apuntan a los productos que triunfan, repitiéndolos con ligeras variaciones. Los programadores son capaces de cualquier cosa con tal de asegurarse el prime time, la media de oyentes de cadena como objetivo número uno. Aquí, al parecer, el fin justifica los medios. Tortuosa y complicada vida de los infelices programadores de la televisión, siempre preparados para pisar despedidos la calle.