EN el abanico en el que se mueven las relaciones de los hacedores de películas con los trabajos ajenos hay dos extremos. A un lado están aquellos que nunca ven (o al menos eso dicen) el cine del presente, "doctores" que viven del recuerdo que les dejó el cine del pasado y que, en la mayor parte de los casos, practica un cine que nace muerto. Desprecian lo que hacen sus compañeros de generación y no se soportan a sí mismos. No citaremos casos para no molestar a ninguno. En el extremo opuesto están lo que Jesús Palacios denomina cinéfagos, gentes de curiosidad infinita y de entusiasmo contagioso, narradores que saben escuchar y mirar a los demás de manera que ese (re)aprendizaje no hace sino renovar permanentemente su propio trabajo. A esta categoría pertenecen cineastas del presente, como Guillermo del Toro y Quentin Tarantino, pero también, maestros sin tiempo como Bertrand Tavernier.
Francotirador en el país de la Nouvelle Vague, Tavernier aparece como un intelectual generoso capaz de transmitir su fecunda palabra para apoyar el cine de los demás y como un hábil realizador que practica un cine personal, siempre interesante, siempre beligerante y a menudo punzantemente molesto para los amigos de la oficialidad y el poder. Pues bien, ese hombre inmenso, Bertrand Tavernier, ha regresado a Donostia con su último trabajo, una incursión sorprendente en el mundo del cómic y el humor: Quai D'Orsai.
Estos días, al comentar su inminente presencia, han sido muchas las voces que han evocado el penoso espectáculo que nos deparó el jurado del Zinemaldia de 1996. Una edición en la que Tavernier trajo una de sus reflexiones más antibelicistas y lúcidas en torno a la fábrica de asesinos que son todas las guerras. Su hermoso y desgarrador Capitan Conan se fue de vacío, mientras que un edulcorado filme protagonizado por un Pajares más estreñido que estremecido, mezcla de costumbrismo y ONG de saldo, Bwana, se llevaba la Concha hacia ninguna parte.
Pero no estamos para hablar del pasado sino para intentar vislumbrar qué nos trae el presente. En el caso de Tavernier, su Quai D'Orsay nos regala un filme anfetamínico, un relato al galope, una caricatura voraz en torno al mundo de la alta política en un tiempo en el que lo político huele a estulticia y a corrupción. El entramado narrativo que sostiene la última obra de Tavernier se encuentra en las novelas gráficas homónimas de Lanzac y Blain. Cómic de éxito en torno a un brillante escritor convertido en escribidor oficial de los discursos del ministro de Asuntos Exteriores, las andanzas y la perplejidad con la que el joven Arthur Vlaminck afronta su trabajo sirvieron a Lanzac y Blain para catapultarlos como autores brillantes y sirve a Tavernier para cambiar de registro.
Tavernier se aplica a la compleja tarea de adaptar lo que nació en viñetas, lo que se sirve de la singular capacidad de la lÍnea y el bocadillo escrito, con una apuesta por el histrionismo y una fidelidad al tebeo. El transfondo, la intención de sus autores, no era otra que caricaturizar el mundo de la alta política y la nula sensibilidad; los recovecos de un laberinto de poder en el que el agradecimiento y la lealtad son formalidades que se resquebrajan en cualquier momento.
De este modo y en este territorio, el que nos ha dado algunas de las más desoladoras lecciones sobre la locura de la guerra y la barbarie del ser humano, desarrolla una trepidante sucesión de idas y venidas, encuentros y desencuentros entre ese ministro, Alexandre Tallard de Vorms y quien le pone las palabras por las que la Historia tendrá que juzgarlo.
El experimento que Tavernier asume sorprende por su frescura, abruma por el tono y permite disfrutar de una adaptación que, sin alcanzar el sereno equilibrio de obras como El juez y el asesino (1976), Alrededor de la medianoche (1986), La vida y nada más (1989) y Daddy nostalgie (1990), aportan la capacidad de riesgo y el rigor de un singular cineasta que en San Sebastián, fallos del jurado aparte, siempre ha sido bien recibido.
CON LA AYUDA DE LA AMISTAD Al finalizar la proyección del pase de prensa de Vivir es fácil con los ojos cerrados se oyeron vítores, gritos de entusiasmo, un arrebato de fan que dejaba entrever que en ese pase del filme de David Trueba se habían colado algunos amigos. Sus excesivos halagos resultaban innecesarios. La película de Trueba ya había (con)vencido. El filme de David Trueba gira en torno a una actuación de gigante de un Javier Cámara que pide un lugar en la galería de los grandes actores españoles de todos los tiempos. A estas alturas, sin tener nada que demostrar y con la serenidad que le confiere saberse por encima incluso de su propio físico, Cámara encarna a un estrafalario profesor de inglés en la España de los años 60. Entusiasta de los Beatles y admirador de John Lennon, este singular maestro cruza medio país para acudir a Almería al rodaje de How I won the war, de Richard Lester. Su propósito, pedirle a Lennon que le complete los textos de sus canciones, letras que hasta ese momento no se editaban en la edición española de los LP's del grupo.
En su periplo le acompañan dos adolescentes. Una joven embarazada que huye de la Sor María de turno y un melenudo en plena crisis hormonal, hijo de un policía. Tres tristes figuras para radiografiar una España cañí con Fraga en traje de baño en el comienzo del turismo internacional.
En consecuencia, la ambientación, el texto y el contexto, conectan directamente con la serie de televisión Cuéntame y en el fondo, eso hubiera sido de no mediar el talento de Javier Cámara y la habilidad del director David Trueba para pulir los diálogos y dar la vuelta a un campo minado de convencionalismos.
Vivir es fácil con los ojos cerrados construye un monumento a la nostalgia, un homenaje al tiempo y el lugar donde John Lennon escribió Strawberry fields forever. Es por eso mismo, un acto de entusiasmo muy característico del hacer de un director que se mueve bien en este género de memorias, familias, miradas al pasado, suave ironía y abundante sentimentalismo. Con este toro, David Trueba obtiene una faena redonda, le saca todo el partido posible. Lo preocupante y lo discutible, habrá muchos que sostengan lo contrario, es constatar que este toro carece de peso, es apenas un novillo que jamás debiera haber estado en esta Sección Oficial a concurso.
Es un filme arquetípico para triunfar en el Festival de Málaga. Una propuesta modélica para que el cine español comercial pueda atender al público que ahora no sale del cuarto de estar. Concebida para ese gran sector, Trueba les regala un título amable, divertido e, incluso, ingenioso. Pero su presencia aquí, en Donostia, y la sola sospecha de que pudiera llegar a ganar, arroja un cubo de agua fría a las pretensiones de un festival que pretende significar algo en el panorama internacional cinematográfico actual.