Dirección: Jesús Monllaó Guión: Sergio Barrejón y David Victori Intérpretes: José Coronado, Julio Manrique, Maria Molins, Jack Taylor, David Solans, Mercè Rovira y Abril García Nacionalidad: España. 2013 Duración: 90 minutos

dESDE su mismo arranque aparece la carta de la amenaza. Vemos a un adulto, presumiblemente el padre, jugar con su hija en una bañera cuando, al sonar el teléfono, inicia una conversación que le lleva a alejarse del cuarto de baño. De repente, lo que había amanecido como una escena doméstica, afable e inocua se tiñe con los presagios de lo funesto. Una sensación de tragedia empapa la pantalla. En ese momento, apenas unos segundos después de iniciada la película, el público ya sabe que algo malsano recorre esta cinta de la que, desde su mismo título, nos advierte de lo que nos aguarda: el hijo de Caín.

Ser hijo de Caín significa haber sido engendrado por la semilla de la envidia. Y todo en este filme de presupuesto modesto, pulso firme y resultados nada despreciables gira en torno a esa fatalidad; a esa incertidumbre sobre la razón de la ignominia. La armadura con la que Jesús Monllaó debuta en el largometraje ha sido forjada a partir de la novela escrita por Ignacio García-Valiño. De hecho todavía se perciben algunos resabios y materiales literarios en un filme que, sorprendentemente, elude lo convencional y bucea sin pudor en el territorio de la perversidad. Nico Albert, el joven protagonista, ese hijo de Caín, como el tío Charlie de la reciente Stoker de Park Chan-wook, se mueve por el filo sangrante de la violencia. Como en el filme citado, Hijo de Caín muestra el perfil de la psicopatía sin echar mano a la estridencia. Aquí no hay explosiones de violencia delirada sino ejecuciones implacables, crueldad ejercida con una frialdad que la hace tanto más peligrosa por cuanto denota una actitud ajena a la ira. Este hijo de Caín nada sabe del arrebato ni de la pasión, en todo caso, su maldad se enrosca sobre una duda: ¿quién puede generar una bestia como esa?

El filme, que logra mantenerse en el territorio de la dignidad narrativa, esquiva algunos baches de ritmo y supera las deficiencias interpretativas de algunos secundarios de peso gracias al buen pulso de la dirección y a través de algunas composiciones formales capaces de ir más allá de la convencional ilustración de la novela.

Monllaó, en ese sentido, sigue el camino de algunos cineastas españoles de los últimos años como el Juan Carlos Fresnadillo de Intacto (2001), el Daniel Monzón de La caja Kovak (2007) y otros muchos que, en el nuevo siglo, han decidido practicar un cine de género en un país sin tradición en el thriller ni en el fantástico y sin una industria preparada para esa tarea. Dentro de un tiempo no muy lejano podrá verse desde la distancia cómo el nuevo cine español de estas dos últimas décadas ha cambiado los paradigmas que durante el último cuarto del siglo XX condicionaron el cine oficial.

En este caso, el pretexto que utiliza Hijo de Caín es el ajedrez, un juego que sirve para encadenar la acción y como metáfora de la misma. Si el tablero es el símbolo, la angustia del relato, el sustento gira en torno al enigma del origen de la maldad, de la fuente de la psicopatía. ¿Qué germen se transmite, qué virus lo provoca?

Fría y contenida, la prosa que Monllaó despliega para adaptar este best-seller carece del brío del cine de autor a la europea y por supuesto no pretende emular la brillantez y el vigor formalista del cine asiático. Pero al menos su director huye de las concesiones. Lo que hace que este Hijo de Caín evite el disparate, el exceso y la obviedad. En todo caso, sólo en su desenlace, con una secuencia larga, reiterativa y gratuita, Monllaó sucumbe a la tentación y trata de subir la temperatura emocional a lo que no precisa de ello porque es en esa gélida ausencia donde duerme el veneno de la psicopatía.