en la Antigüedad se construyeron grandes murallas para detener el paso de animosos ejércitos invasores; por ejemplo, la gran Muralla China. Hoy se construyen las murallas para evitar el paso de desamparados inmigrantes generalmente pobres de solemnidad. Los constructores aducen motivos de seguridad, aunque se refieren más bien a no repartir sus privilegios socioeconómicos o a no hacer concesiones en cuanto a la posesión de territorios de los que se han apropiado unilateralmente. Del primer tipo son los muros de Estados Unidos frente a México o los de España en Ceuta y Melilla. Del segundo tipo son los muros de Israel en Palestina o el de Marruecos en el Sahara. Se les llama a veces 'muros de la vergüenza', que significa la vergüenza que deberían sentir sus maestros de obras o, quizás, el apocamiento que sufren sus víctimas.
Los muros saltan a la vista como artificiales y grotescos, como monumentos a la indignidad de sus constructores. Ahora bien, parece que las fronteras se aceptan como normales. Parece que casi nadie cuestiona los límites fronterizos establecidos y se asumen como naturales o como contractuales. Por supuesto que de naturales, generalmente, no tienen nada. Y de contractuales, tampoco.
Cuando una nación-estado asume que determinado territorio topográficamente delimitado le perteneciera en propiedad es como si un mapa, que viene a ser una metáfora, pudiera instituir el dominio posesivo y excluyente sobre un territorio. Ya vimos como se hacen los mapas, como aquel que supervisó Eduardo Álvarez Ardanuy, contando con la peregrina colaboración de los soldados moros del regimiento de Tiradores del Rif y fue inmediatamente presentado como título de propiedad en la Conferencia de Algeciras. Por hermoso que sea un mapa, por exacto que sea en cuanto a descripción del territorio, por ilusionante que sea como metáfora de un proyecto sociopolítico de convivencia, ¿cómo puede servir para demostrar propiedad exclusiva? ¿Cómo puede decretarse la prohibición de la libre circulación de las personas por ciertos territorios?
Hay que reconsiderar el tema de las fronteras en relación a la propiedad. Partiendo de la idea de libertad e igualdad y de la naturaleza comunal, en principio, de los bienes terrenales, ya es difícil reconocer la propiedad privada de la tierra. Incluso admitiendo la suposición de los contratos de John Locke, es muy controvertible que los bienes y las riquezas se hayan adquirido contractualmente y que la distribución de la tierra actualmente vigente sea justa. Pero la cuestión de la propiedad efectiva del territorio por parte de las naciones- estado es igualmente discutible. Más evidentemente que entre personas, entre naciones-estado casi nunca ha habido acuerdo entre iguales, sino imposición de líneas de poder. Las fronteras son resultado de guerras de expansión que han consistido en arrebatar la tierra a los vecinos o incluso a pueblos bien lejanos. Las fronteras son líneas cuya exigua realidad se ha impuesto mediante la fuerza de las armas o mediante tratados que siempre han sido desiguales y forzados. Si se considera que los bienes no pueden provenir de actos de violencia y sustracción contra semejantes, difícilmente pueden reconocerse las fronteras establecidas como legítimas.
André Ospital, natural de Aldudes, hijo de padres nacidos en América y reinstalados en esa localidad fronteriza, en Sur les sentiers de la contrabande en Pays Basque llama a la frontera delako muga, que significa algo así como 'la supuesta frontera'. Los vascos de la zona fronteriza han sido contrabandistas y han infringido las leyes de ambos estados, tratando de contradecir lo menos posible las suyas propias. Johannes Urzidil los conoció y los hizo personajes de El oro de Caramablú:
«Contrabandistas que circulaban a través de los bosques y tramontaban los pasos inaccesibles a los vehículos. Contrabandistas, siempre lo fueron, desde su más temprana edad. No necesitaban aprender el oficio, lo llevaban en la sangre. Sólo ellos conocían los senderos invisibles. Su cofradía…».
Curiosamente, a los que han pretendido eliminar esa frontera se les ha descalificado como 'separatistas'. Sin pretender enredar el léxico en un tiempo de tan escasa consistencia semántica, pienso que habría que llamarlos 'unionistas'.
Afortunadamente, esa frontera del Bidasoa y el Pirineo que Pedro Mari Otaño, como los contrabandistas, consideraba 'paso' parece estar debilitándose en el aspecto socioeconómico, aunque no en el político-nacional, mientras se sigue construyendo más al sur la muralla china que defiende a Europa sobre todo de los desastrados de África. Un sistema que se basa en la libertad de movimiento de mercancías, capitales y propietarios, pretende limitar la movilidad de los desposeídos.
Los desplazamientos geográficos del ser humano han sido corrientes a lo largo de la historia. La pregunta de si el hombre es 'sendentario' o 'migratorio' por naturaleza no admite una respuesta segura y aún menos definitiva.
Habría que preguntarse por qué emigran los pueblos o, a la inversa, por qué no lo hacen. En su ensayo El Mediterráneo y el mundo mediterráneo, Fernand Braudel consideraba el pretérito nomadismo de la población europea y norteafricana:
«Que esa vida es dura uno se lo imagina fácilmente. Que tiene sus encantos, con ayuda de poesía e ilusión, también debe aceptarse».
En Occidente se habla del derecho a la 'libre circulación de personas' en general como de un derecho natural, que sería el derecho a abandonar un territorio y el derecho a entrar a otro. Se considera que los occidentales tienen derecho a andar por cualquier país del mundo como turistas, como empresarios o como Pedro por su casa. Curiosamente, esos países occidentales niegan el derecho a entrar a Occidente a los habitantes del resto del mundo. Es más, se construyen todo tipo de muros y se criminaliza la posibilidad de entrada ilegal.
Pero es ilógico que sea ilegal esa entrada. Reconocido para los occidentales por ellos mismos su derecho a ir a los otros países, no se trata ya de derecho, sino de obligación, porque es obligatorio no imposibilitar el cumplimiento del derecho de los demás. Los demás también tienen derecho a salir de su país, derecho a entrar en cualquier otro que quieran y derecho incluso a quedarse donde quieran, y a no regresar nunca al país de donde salieron.
Este derecho a entrar en el país que uno quiera puede considerarse, desde un punto de vista humano, de sentido común. Podría ser discutible, aunque hay algunos que no pueden impugnarlo sin caer en una fragante contradicción. Los países occidentales, que han desarticulado y explotado de manera colonialista a casi todos los demás países del mundo durante siglos e incluso, según equívocas noticias contemporáneas, los siguen desarticulando y explotando actualmente, no pueden impugnar ese derecho a la libre circulación de las personas sin incurrir en una gran contradicción.
Es una notoria contradicción que Europa, cuya filosofía sostiene una utopía universalista, y los Estados Unidos, que son una realización y el principal propulsor de ese ideal, establezcan leyes de extranjería y conviertan en inexpugnables murallones sus fronteras. ¿No decían los españoles que los rifeños no tenían derecho a vivir en aislamiento? ¿No consideraban que los europeos tenían derecho a entrar, trabajar y vivir en el Rif? ¿No sostenían incluso que debían explotar las minas de Axara o los cultivos del valle del Kert porque ellos necesitaban hierro y algodón? ¿No aducían el derecho a la libre circulación y la libre empresa para introducirse en cualquier parte y hacer lo que quisieran, incluso fundar naciones-estado a su conveniencia?
Por pura reciprocidad, los desarrapados de África deberían organizar reuniones semejantes a la Conferencia de Berlín o la de Algeciras, para ver cómo se distribuyen por Europa. Además, como da la impresión de que los europeos se resisten fanáticamente a una cosa tan elemental como la libre circulación, convirtiendo los accesos a su territorio en algo similar a campos de batalla donde sucumben de una u otra manera miles de migrantes cada año, habría que considerar seriamente la posibilidad de conquistarlos.
Como no se trata de imitar a esos blancos que han desarrollado un comportamiento tan incivilizado y sigue sosteniendo una argumentación tan cínica, sin pasar a mayores, los excluidos por las fronteras metropolitanas representan al menos una protesta retroactiva. Si se limita la 'libre circulación' y se prohíbe la inmigración del Tercer Mundo a los países desarrollados se demuestra que carecía de fundamento la única razón más o menos respetable que se adujo entonces para justificar la colonización y el imperialismo.