Dirección y guion: Leos Carax. Intérpretes: Denis Lavant, Édith Scob, Eva Mendes, Kylie Minogue, Élise Lhomeau, Jeanne Disson y Michel Piccoli. Nacionalidad: Francia, Alemania. 2012. Duración: 115 minutos.
Las piedras que lapidan Holy Motors, un motor sagrado que el propio Carax declara metonimia, máscara y seudónimo del cuerpo/ser humano, ya han sido arrojadas en tiempos pasados. Basta con recorrer la historia del cine para (re)encontrar esos guijarros airados, esos epítetos sangrantes e incluso esos gritos perezosamente admirativos. Unos perforan la piel, otros pretenden ablandar un contenido que no debe ser agasajado, porque no ha nacido para complacer sino para escocer.
Esas piedras intolerantes, rabiosas y/o ignorantes son las mismas que llovieron el día de la primera proyección de Un perro andaluz en París. Las mismas que cayeron sin piedad contra el Resnais de El año pasado en Marienbad. Las que saludaron a Terciopelo azul de Lynch, ignoraron al Godard de Alphaville y acompañaron durante toda su vida a Cocteau, Franju, Dreyer, Tarkovski y Marker. Una lista interminable en la que cada uno puede añadir su particular cáliz, su santo y cicatriz.
Hay tanta necesidad de desbordar, tanta pregunta para responder ante Holy Motors, que hacerlo en el apunte breve de un recoveco periodístico resulta insensato. Cuando no es posible definir y resulta innecesario describir, queda simplemente tratar de aferrarse al instante y redibujar, aunque sea con torpeza, ese arabesco emocional que legitima la profundidad de un cineasta que se siente ajeno a este mundo.
Nada hay en este filme dejado al azar, nada debe ser tildado de gratuito, de banal o de innecesario. Lo que hay, y mucho, es la presencia de un Denis Lavant que atraviesa los diferentes estadios de la vida: el amor, la pobreza, el asesinato, el arrebato, la compasión, la decrepitud y el suicidio. Esta pasión, sacrificio y resurrección del personaje de personajes que encarna Lavant, alter ego de Carax, se ve asaeteada por la sustancia que enhebra todos los sueños.
De hecho, el filme arranca con uno. Con el que representa el propio Carax. Y sueña el soñador con un cine inquietante, con un patio de butacas lleno, con espectadores hieráticos que permanecen con los ojos cerrados ante las primitivas imágenes del cine de ayer, quizá hoy abocado a un final agónico. Una suerte de sensación hipnótica ata al espectador con los personajes del relato. Lo propio del cine es el movimiento y lo propio del movimiento es el ritmo. Carax hace coreografía de la piedra y escultura de lo coreográfico. Su Holy Motors, rebosante de ecos fílmicos, no debe verse como un recorrido cinéfilo, por más que pueda parecerlo, sino como un gesto desesperado en el que hay destellos de muchos pero sobre todo prevalece la referencia a sí mismo. En Holy Motors, sus habitantes liban el cine de los grandes interrogantes, ese en el que se (de)construye la humanidad del presente.
Bastaría con evocar un plano congelado, un fotograma robado a esos 115 minutos de sinfonía torrencial, para percibir el todo. En él se escenifica una pietat brutal, beckettiana, atormentada por la desesperación de Munch y la tristeza de Keaton. A la derecha, el personaje de Lavant postrado desnudo, con el pene erecto, se lanza pétalos a sí mismo, conmemorando una boda sin intercambio de fluidos. A su izquierda, Eva Mendes, bella como nunca. Desnuda o con burka, ella se alza como la modelo-mujer, el ideal femenino. Sostiene en su regazo al hombre/bestia que, pese a mostrarse en permanente excitación, no saciará jamás su deseo. Esa fue probablemente la imagen primigenia de Holy Motors: la de la pulsión sexual que mueve y conmueve al amor humano. Ese amor que desde el tiempo de Pont Neuf sabemos que en Carax se cobra un precio excesivo. El de emblematizar una angustia que duele y muerde como el fuego.