Una de las cosas que más ha cambiado en la cocina en el último medio siglo, junto con las nuevas aplicaciones tecnológicas, es el tratamiento y uso de las salsas, terreno en el que hemos pasado del abuso a la casi total desaparición.

Allá a principios de los años 70 del pasado siglo, los pioneros de la nouvelle cuisine decretaron el final de las salsas "demasiado ricas, demasiado densas", las salsas que "pesaban sobre el estómago y el hígado y servían muy a menudo para maquillar productos de baja calidad". En resumen: fuera las salsas a base de harinas y roux, una mezcla de harina y mantequilla, base de muchas de las salsas madre.

Bien, adiós salsas tradicionales, entonces. El segundo paso fue estirar las pocas salsas que se hacían hasta el infinito: una simple raya, una mera decoración del plato. Algo más visual que otra cosa. Eso... cuando aparecían rastros de lo que había sido o podido ser una salsa.

El por entonces rompedor cocinero francés Michel Bras escandalizó al personal asistente a una de las fantásticas cenas del Certamen de Alta Cocina de Vitoria, a principios de los 90, al servir un menú prácticamente seco, que hizo exclamar a uno de los comensales, reputado gastrónomo: "¡Aquí no hay quien moje!"

Y hasta ahí podíamos llegar en un país que para decir que algo es muy bueno sigue usando la expresión de "está de toma pan y moja". Bien, los cocineros se han empeñado en que, efectivamente, aquí no haya quien moje. Y es una pena. No es que uno defienda aquellas salsas "ricas y densas", aunque no tenga nada en contra de una española, una bechamel o una velouté; es que echa de menos lo que las grandes salsas, y sus derivados, significaban.

Una salsa es algo así como la orquestación de una melodía: puede hacerla más bella, pero también puede arruinarla. Es la prueba de fuego de un cocinero. Y, naturalmente, y aun dando un margen a la creatividad o personalidad de cada chef, estas salsas se rigen por unas normas más o menos inmutables; el mundo de las salsas no se aleja mucho, en cuanto a requisitos, del de la pastelería. En las salsas, un cocinero se la juega.

inventar y jugar Y, claro, a los cocineros creativos de hoy no les gusta que nadie les diga lo que tienen que hacer, y menos que nadie Escoffier, por ejemplo. Así que han decidido circular por otros caminos, inventarse sus propias salsas (o rastros de salsas) y dedicarse a jugar con las guarniciones, a las que en muchos casos han llegado a convertir en ingredientes principales de los platos de su carta, guarniciones que no guarnecen nada, pero quedan bonitas.

Por el camino que llevamos, la gente acabará limitando el catálogo de salsas a dos: la mahonesa (seguirán llamándole mayonesa, claro está) y la vinagreta. Menos mal que los italianos, con sus pastas, mantienen viva la tradición. Porque por aquí ya hay quienes consideran que las salsas por excelencia son dos simples condimentos que se le ponen a las hamburguesas: la mostaza a la americana y el ketchup o catsup.

Por eso el otro día, en el restaurante que ha abierto Iñaki Oyarbide en el mismo lugar en el que estaba ubicado el añorado Príncipe de Viana, me hizo ilusión que me ofreciera una lengua de ternera con salsa gribiche... La de tiempo que hacía que no la tomaba, ni casi oía mencionarla. Una gribiche es una de las salsas frías clásicas. Para entendernos, diremos que se trata de un compendio de las popularísimas dos salsas que acompañan a los espárragos en locales de medio pelo: mahonesa, de la que tiene la textura, y vinagreta, de la que toma el sabor. Si quieren probar un clásico...

receta Usarán yemas de huevo cocido, pero no demasiado duro. Las pondrán en un cuenco, con sal y pimienta, y las triturarán a conciencia. Añadirán un par de cucharadas de vinagre, mezclando bien, y después irán incorporando aceite virgen, a hilo, como si estuvieran haciendo una mahonesa. Debe tener una consistencia cremosa; hay quien lo logra poniendo una yema cruda por cada tres cocidas.

A partir de aquí... una cucharadita de buena mostaza, unas cuantas hierbas (perifollo, perejil, estragón) muy picadas, unos pepinillos en daditos mínimos, unas alcaparras tal vez y, siempre, clara de huevo cocido cortada en dados diminutos. Es todo. Perfecta con la lengua, pero también, sin salir de casquerías, con una cabeza de ternera, una mano del mismo animal...

Es una salsa clásica... sin harinas y sin roux. Pero una salsa: se puede mojar. Y mojar, sopear, es un fin glorioso para un gran plato, una brillante coda de una obra maestra, un reconocimiento a un artista y una maravillosa manera de prolongar las sensaciones placenteras de un manjar. No en vano decía Camba: "No deje usted de sopear por un falso concepto de la corrección: lo verdaderamente incorrecto es devolver a la cocina, sin haberla probado, una de esas salsas que honran una casa". Y tanto.