Fuela Ilsa de Casablanca, rubia de Hitchcock, apasionada amante y esposa de Roberto Rossellini y, finalmente, rodó con el otro Bergman, Ingmar, en el crepúsculo de su carrera. Ingrid Bergman, una de las mejores actrices de la historia del cine, murió el día de su 67 cumpleaños hace justo hoy tres décadas. En el cine, fue el objeto de una frase tan repetida como el siempre nos quedará París con la que Humphrey Bogart dejaba abierta la historia de amor más célebre del cine clásico. En la vida escribió a Roberto Rossellini otra no menos célebre: "Solo sé decir una cosa en italiano: Ti amo".
El mayor descubrimiento sueco de Hollywood tras la retirada de la divina Greta Garbo había resultado ser una auténtica rubia de Hitchcock también fuera de las pantallas. Un volcán gélido que, pese haber representado el candor en cintas como Luz que agoniza -el primero de sus tres Oscar- o Recuerda, de Alfred Hitchcock, dio la campanada.
"Era el ser humano más tímido jamás creado, pero tenía un león dentro que no se iba a callar", resumió luego en su autobiografía, My story, que fue todo un éxito de ventas y en la que expuso al mundo una fidelidad a sí misma muy adelantada a su tiempo.
En pleno Hollywood de la caza de Brujas y el código Hays de moral y censura, Bergman había abandonado a su marido y se había fugado a Italia con Roberto Rossellini. Solo necesitó ver Roma, ciudad abierta para enamorarse de él. Se casaron y tuvieron tres hijos.
"No creo que nadie tenga derecho a entrometerse en tu intimidad, pero lo hacen. Me gustaría que la gente separara a la actriz de la mujer", decía cuando las crónicas sociales llenaron páginas y páginas con su historia de amor. "La felicidad es buena salud y mala memoria", diría años después. Tras haber demostrado en Por quién doblan las campanas o Juana de Arco que era la perfecta heroína del inmaculado cine americano, se convirtió en musa desarrapada del neorrealismo en obras tan convulsas como Stromboli, Europa 51 o Te querré siempre.
Aunque había rechazado al magnate Howard Hughes -que reservó todo un vuelo de línea para ella- ya había tenido algún desliz con personalidades como el fotógrafo Robert Capa durante el rodaje de Encadenados. Hitchcock llegó a reconocer que se basó en su historia de amor para concebir la sinopsis de La ventana indiscreta.
Bergman, nacida el 29 de agosto de 1915 en Estocolmo y fallecida en Londres el mismo día de 1982, había llegado a Hollywood algo reticente por su belleza un poco campestre, su voz grave y su estatura excesiva (1,75 metros), que hizo que Humphrey Bogart en "Casablanca" y Claude Rains en "Encadenados" tuvieran que llevar alzas a su lado.
Pronto conquistó al público con un talento dramático fuera de serie, hasta el punto de que cuando "traicionó" esa imagen -que había tenido la culminación en su celebrada interpretación de monja en Las campanas de Santa María-, Hollywood quedó tan huérfano de su talento que celebró su vuelta al redil en 1956 con un segundo Oscar por Anastasia.
Eran otros tiempos e Ingrid Bergman comenzó a ser una actriz madura pocos años después, pero con la edad ganó en elegancia y en presencia. "No me preocupa envejecer. Si fuera la única, sí me preocuparía, pero todos estamos en el mismo barco y todos mis amigos vienen conmigo. Todos hacia la vejez", diría.
Y al final de su carrera siguió luciendo un genio dramático que se tradujo en un tercer Oscar por Asesinato en el Orient Express y, sobre todo, Sonata de otoño, de Ingmar Bergman, en la que interpretó a una madre castradora y en la que volvió a lucir una de sus habilidades: la de tocar el piano.
Corría el año 1979 y volvió a ser nominada al Oscar pero no pudo ir a la ceremonia de ese año porque empezaba a estar enferma de cáncer de mama. "Si me impedís actuar, dejaré de respirar", dijo. Por eso, no dejó de actuar, aunque fuera para la televisión, con un aclamado telefilme que redondeó su trayectoria con un Emmy póstumo.
Ya lo había ganado por Otra vuelta de tuerca, de Henry James, en 1960, pero Una mujer llamada Golda, donde interpretó con voz gravísima a la primera ministra israelí Golda Meir fue su magistral canto de cisne. El premio lo recogió su primera hija, Pia, de su primer matrimonio con el médico sueco Petter Lindström. "He tenido diferentes maridos y familias. Y me enorgullezco de todos ellos, los visito a todos -dijo en una ocasión-. Pero en lo más profundo de mi ser siento que adonde pertenezco es al mundo del espectáculo".