Dirección: Richard J. Lewis Guion: Michael Konyves; según la obra de M. Richler Intérpretes: Paul Giamatti, Dustin Hoffman, Rosamund Pike, Minnie Driver y Rachelle Lefevre Nacionalidad: Canadá. 2010 Duración: 132 minutos.
EN la vida de Barney se acumulan, entre otros, tres amigos bohemios, tres esposas muy distintas, un padre policía y mujeriego y un suegro judío y castrador cuyas personalidades resultan más atractivas, más fuertes, más imprevisibles que la suya. El Hollywood de hace unos años jamás hubiera apostado por Barney sino por cualquiera de ellos: la amante histérica, el vividor voraz, el empresario judío,... Barney, a su lado, carece de interés. Es la suya una presencia pasiva e irrelevante, demasiado gris para un negocio como el cine siempre necesitado de mostrar singularidades.
Pero el tiempo de los héroes ha pasado y, si buena parte del cine actual se dedica a glosar la invulnerabilidad de los psicópatas, algunos cineastas deseosos de renovar las estructuras del relato fílmico, echan mano de personajes sin sustancia aparente. Ese minimalismo psicológico de protagonistas débiles obliga al narrador a afinar y afilar su escritura en una suerte de renacimiento del cine prehistórico, aquél en el que seres anónimos llenaban de estupor al nuevo público a fuerza de golpes crueles y tremendos. En ese sentido, El mundo según Barney se reconoce en la constelación del nuevo cine norteamericano en el que brillan autores como Paul Thomas Anderson, con quien este filme guarda alguna deuda. Hablamos de ese universo de lo real acongojado por el caos. Un territorio sin leyendas que le tranquilicen. Un paraíso infernal en el que se impone la música del azar para creer, como Auster, en el enigma del destino.
Richard J. Lewis, un debutante en la dirección de largometrajes, extiende un tapiz hecho de saltos temporales para cartografiar la vida de un sujeto irrelevante. Al contrario que el Benjamin Button de David Fincher, nada en Barney resulta prodigioso. ¿Nada? Depende de cómo se valore esa odisea que permite al actor que le encarna, Paul Giamatti, envejecer cuarenta años sin que el maquillaje pese y sin que él caiga en el histrionismo. Hay mucho actor y mucho oficio fotográfico en el haber de este filme extraño. Pero eso no es lo nuclear del mundo que nos cuenta Barney.
Decíamos que algo sí había relevante en su historia, como la hay en todos los seres humanos. En síntesis Barney, cuando joven, vivió el sueño hippie y transgresor en Europa, en la Italia romana de excesos y arte, de amores locos y de locas amantes atraidas por el suicidio, las drogas y el sexo.
En la existencia de Barney, un sujeto pasivo y bonachón, un arquetípico judío desmovilizado por el confort del bienestar norteamericano, guionista de folletines televisivos, protagonista de un amor extremo y sujeto perplejo ante la desaparición del mejor amigo en el que se encarnaba la osadía que él nunca tuvo, se impone la pasividad. Una espera inane que hace de él una persona triste, oscura, discreta. Un tipo corriente lleno de movimientos interiores contradictorios. Barney lleva en su ADN, inscrito a sangre y fuego, la proverbial inclinación del ser humano a pifiarla, la humana pulsión de incurrir en la estupidez en los momentos menos convenientes y eso es lo que Richard J. Lewis, basándose en la novela de Richler, desgrana con deleite y con tiento.
De ese modo, este filme se presenta como la tragicomedia del hombre contemporáneo, una suerte de esperpento que, en forma de collage vital, se alarga más de la cuenta aunque cuente con secuencias magníficas y con un Giamatti incontestable. Pero ni siquiera su magistral clase actoral consigue hacer perdurar la imagen de su personaje, un infeliz de quien acabada la película se impone la sensación de que dejó escapar la vida como se le escaparon, en los últimos años, los recuerdos. Y eso, es triste y sombrío; pasta para el olvido y la desazón.