La anécdota es un clásico. El pintor griego Zeuxis pintó un racimo de uvas tan creíble que los pájaros bajaban a picotearlo. Convencido de que nadie podía superarle, enseñó el cuadro a su gran rival, Parrhasio. Pero este le contestó presentándole una obra suya, cubierta por una cortina. Zeuxis pidió que la descorriera para ver esa pintura rival de la suya y entonces descubrió que la cortina no era real, sino que también estaba pintada. Zeuxis había engañado a los pájaros, pero Parrhasio había engañado al propio Zeuxis. Quedaba claro quién ganaba a quién.

Siglos después, esta historia está en el orden del día. La inteligencia artificial acapara titulares con una insistencia cansina. Se habla de eficiencia, productividad, sustitución de empleos. Nuestro hartazgo es comprensible. Pero, bajo todo él, es verdad que se están moviendo los límites de la representación.

Un ejemplo reciente: la presentación, por todo lo alto, hace unos meses de Tilly Norwood, una actriz creada íntegramente por IA. No hay cuerpo ni biografía detrás de esa presencia que da totalmente el pego. Solo es un modelo generado a partir de datos y patrones. El mayor sindicato de actores del mundo denunció que para entrenar sistemas así se recurre al trabajo acumulado de intérpretes reales que, visto lo visto, acabarán todos en el paro si la industria audiovisual empieza a “contratar” a figurantes virtuales.

Lo curioso fue la reacción de parte del público: muchas personas dieron por hecho que Tilly era una actriz de carne y hueso. Su cara no delataba nada fuera de lo humano, la voz no sonaba metálica, sus gestos esquivaban los fallos típicos de las primeras generaciones de personajes digitales. Durante décadas nos bastaba entrenar nuestra mirada para detectar las pistas de lo sintético. Una mirada inexpresiva, un caminar algo robótico, un parpadeo raro bastaba para recordar que aquello no era humano.

En ese contexto, la protesta de los actores no solo tiene que ver con el miedo a perder trabajo. También se defiende algo menos cuantificable: la idea de que una presencia en pantalla es el resultado de una trayectoria, de haber nacido y vivido y no solo de la mezcla eficiente de miles de registros previos. Es una defensa de la relación entre el actor, su experiencia, y el interiorizar un papel.

Pero ahora la representación ya no se distingue de lo representado. No se trata solo de una actriz virtual, sino de la posibilidad de producir presencias verosímiles sin cuerpo, ni memoria, pero con apariencia completa de realidad. El viejo pacto entre imagen y espectador, basado en la sospecha, queda debilitado.

Tal vez la fatiga ante la conversación sobre IA tenga que ver con esa sensación difusa. No se trata solo de tecnología, ni de cifras de negocio, sino de un cambio en la forma de mirar. En un paisaje donde los pájaros y Zeuxis se equivocan a la vez, volver a ejercitar la duda ante cada imagen es un ejercicio básico de higiene cultural que paulatinamente es más difícil de ejercitar.