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Mamitis crónica

Elena Zudaire

Andrea

Odio que me llamen señora. No tengo ningún problema con mis 49 castañuelas pero odio que me llamen señora. ¿En qué momento, si se puede saber, pasas de ser chica a ser señora? ¿Qué ley no escrita establece que, sin comerlo ni beberlo y de un día para otro, te conviertes en señora? ¿Qué significa exactamente ser una señora y por qué me sienta tan mal que me lo llamen? Yo sé que esto que estoy haciendo es sólo un desahogo, porque parece ser que ya he cruzado esa línea en la que hasta las de mi propia edad, e incluso mayores se refieren a mí como una señora, que tiene tela. Mi amado me dice que me lo tome como un halago, porque ser una señora es como ser una mujer hecha y derecha, con experiencia y valioso bagaje. Pero, aunque le agradezco el intento de consuelo, él sabe tan bien como yo que pasar a la categoría de señora, como dice Miranda July, significa que estás a punto de comenzar el descenso de la cima de tu montaña vital. Quizá haya quien me esté leyendo y crea que soy una exagerada o le moleste este mal sabor de boca que se me queda cuando me llaman señora. Sabed que admiro a quien abraza con regocijo esa definición y sé que también abarca elegancia y distinción. Pero lo siento; a mí, no me reconforta. Porque sé que a ningún hombre de 49 le llaman señor y eso es lo que me remata. Que en cuanto decides dejarte la cana y asoma media arruga en tu contorno, ya pasas a ser señora, mientras ellos parecen rejuvenecer a los ojos de una sociedad que sigue castigando la edad de las mujeres. Ellos son los maduros atractivos, nosotras las señoras menopáusicas. Me queda el consuelo de la generación de mi madre, donde las flamantes poseedoras de 70 para arriba se llaman chicas entre ellas, quizá porque se ven a sí mismas maravillosas. O puede que sea su manera de rebelarse ante una sociedad donde, hagamos lo que hagamos, nosotras siempre estaremos en el punto de mira.