Síguenos en redes sociales:

Halal vs. Idiazabal

El cartel nunca fue un instrumento inocente. Ha sido, desde sus orígenes, una herramienta para mover conciencias. A veces hacia la libertad. A veces hacia el abismo. Su fuerza reside en la simplicidad: pocas y breves palabras, una imagen directa, un golpe seco al ojo. Por eso ha sido tan utilizado en los momentos donde se disputa el relato colectivo. El cartel, como panfleto, no nace para convencer con matices, sino para sacudir certezas. Es escritura de urgencia, pensada para actuar más que para explicar. A lo largo de la historia, el panfleto ha sido vehículo de dogmas y de revuelta.

Durante el siglo XX, los regímenes totalitarios entendieron pronto su eficacia. El realismo socialista soviético llenó los muros de las ciudades con campesinas sonrientes, obreros musculosos y niños mirando al futuro, todos al servicio del Estado. El fascismo italiano, el nazismo o el falangismo español hicieron lo propio con sus símbolos, sus héroes y sus miedos. No se trataba solo de propaganda: era diseño de la realidad. Más que arte: adoctrinamiento. Construcción visual de una ideología. Y también advertencia: quien no encaja en esta imagen, sobra.

Pero el cartel ha sido también territorio de resistencia. Campo de batalla para otras voces. Un arte aplicado al deseo de un mundo más justo. Porque, como toda herramienta, puede servir tanto para avanzar como para imponer retrocesos. En el Mayo del 68, en los barrios obreros de Santiago de Chile, en las plazas del 15M se desplegó para decir basta. Para forjar comunidad frente a la exclusión. Para imaginar otras formas de vida. Al fin y al cabo, es solo un papel pegado a un muro. Pero si ese papel se enraíza en una idea compartida, adquiere fuerza política. Como escribió Walter Benjamin: “El texto es el panfleto: no un escaparate de mercancías, sino una herramienta de combate”.

Por eso resulta tan grave lo ocurrido estos días en nuestra ciudad. En barrios como Sansomendi o Arriaga han aparecido carteles panfletarios que anuncian un futuro ficticio: Vitoria, 2039: Más halal que Idiazabal, Más burkas que txapelas, Más kebab que pintxos. Sin firma. Pero con todo el argumentario del miedo. No tardó mucho Vox en confirmar que eran suyos.

Se trata de una campaña peligrosa. No solo porque difunde una visión racista del mundo, sino porque busca provocar. Es regar con gasolina para después repartir cerillas. Es pensamiento simple lanzado como consigna. Y es, sobre todo, una invitación a la guerra entre pobres. Esa vieja estrategia de dividir a quienes menos tienen para que no miren hacia arriba. Como advertía Theodor Kallifatides: “Se libra una guerra contra los pobres y no contra la pobreza”.

Lo que está en juego no es solo la retirada de unos carteles. Es el tipo de sociedad que se construye cuando se siembran miedos desde una valla, desde un panfleto. Porque si el odio se propaga con tinta y papel, también puede combatirse con ideas, con arte. No hay pared que no pueda ser repintada.