En los últimos años ha cobrado fuerza un discurso que defiende la necesidad de democratizar la producción artística. Desde ciertos estamentos culturales se repite que cualquiera puede –y debe– hacer arte. Bajo esa lógica, la figura del artista pierde su especificidad y su práctica queda reducida a una más entre múltiples formas de expresión o entretenimiento. 

Pero no todo el mundo es artista. Y asumirlo no es excluir, sino reconocer una realidad. Tampoco todo el mundo es físico, ni matemático, ni arquitecto. La capacidad de hacer cálculos complejos, diseñar una estructura habitable o formular una hipótesis científica requiere formación, método, experiencia y una forma particular de pensar. Con el arte sucede lo mismo.

El arte no se improvisa. Las obras que permanecen –una novela que conmueve décadas después, una película que plantea preguntas incómodas, una pintura que altera la mirada– no son fruto del azar ni de la mera expresión personal. Son el resultado de una práctica exigente, sostenida en el tiempo. El talento artístico no es un mito romántico, es una capacidad que se educa, se afina, se sostiene.

Confundir arte con cualquier forma de autoexpresión desdibuja su papel como lenguaje cultural y político. Se convierte al artista en animador, en decorador, en mediador. Y se promueve una igualdad superficial que, en lugar de ampliar derechos, desprofesionaliza el campo. Se deja de apostar por quienes realmente pueden generar sentido, crítica o emoción con su obra.

Frente a esta deriva, conviene recuperar una posición clara: el arte no necesita ser democratizado en su producción, sino en sus condiciones de acceso. Lo que se debe garantizar es que cualquier persona, sin importar su origen, pueda desarrollar su talento si lo tiene. Eso implica becas, formación pública, espacios de trabajo, acompañamiento. No se trata de repartir pinceles, sino de generar condiciones reales para que surjan artistas capaces de pensar y conmover.

Apoyar el talento no es elitista. Es una decisión política y cultural. Significa entender que el arte no es una actividad decorativa, sino una forma de conocimiento y de intervención en lo real. Y que quienes lo ejercen con seriedad y riesgo merecen ser reconocidos y sostenidos. Como se hace con los físicos, los matemáticos o los ingenieros.

Si se quiere una sociedad que valore el arte, hay que defender a quienes lo producen. No para colocarlos por encima de nadie, sino para evitar que se diluyan entre discursos que, en nombre de la inclusión, vacían de sentido aquello que dicen defender.

Las gestorías deben abandonar el “café para todos”, esa lógica bienintencionada que reparte recursos sin distinguir entre procesos artísticos rigurosos y prácticas autoexpresivas. No todo vale. Asumirlo es un acto de responsabilidad, no de exclusión. Defender el arte implica tomar decisiones difíciles, priorizar la calidad, sostener trayectorias, valorar el riesgo, acompañar la profundidad. Sin exigencia, no hay cultura que resista.