Malcriados somos, y como tales, no apreciamos lo que tenemos. Hoy la mayor parte de la gente aquí ya no sabe de primera mano lo que es una dictadura. La democracia, por mejorable que sea, a escala mundial, es valiosa y excepcional. El autoritarismo puede venir envuelto de varias tonalidades políticas, pero todas sus formas tienen en común que reservan el respeto de los derechos humanos a unos en perjuicio de otros.

El caso es que la democracia, el imperio de la norma democráticamente aprobada, es un régimen que se suele destruir desde dentro, no desde fuera. A menudo, la ocasión para destruir la democracia se da, paradójicamente, en elecciones. Para ello se suele invocar una falsa emergencia o negar una emergencia real, y pergeñar enemigos internos que han urdido algo atroz.

Los golpes de estado pueden ser de los que ocurren en un día. Pero últimamente también pueden ser pausados y graduales. Por mal organizados que puedan parecer algunos de los graduales, no fracasan solos. Hay que hacer que fracasen.

Sin embargo, los golpes de Estado se derrotan rápidamente o no se derrotan. Cuando se completan, es muy difícil revertir el proceso, nos vemos impotentes. En una situación potencialmente autoritaria, las elecciones son solo la primera ronda.

Llamar fraudulenta la victoria de un oponente, o crear el mito de una puñalada por la espalda por parte de enemigos internos o importados, inicia una espiral descendente porque los propios votantes autoritarios esperarán de su líder que retuerza aún más el argumentario la próxima vez y, sobre todo, si gana, que acelere la instauración de ese autoritarismo. Lo vemos en EEUU, y podemos verlo en Rumanía y Francia, aunque la situación de ambos países es distinta. Y podemos llegar a verlo aquí. Precisamente porque no apreciamos la democracia, no la defendemos. No asumimos la difícil tarea de defenderla haciendo que la incomodidad cambie de bando. Y no es tan difícil como parece. Se consigue participando.

@Krakenberger