Llámenme paranoico. Pero miren. Una mañana hace poco pedí un presupuesto para un ordenador con determinadas características. Esa solicitud la hice por teléfono. No por whatsapp, no por correo electrónico ni de ninguna otra manera escrita.
Esa misma tarde, bastante antes de que recibiera el presupuesto solicitado, Amazon me enviaba notificaciones ofreciéndome ordenadores con las mismas o parecidas características. En alguna actualización de mi móvil, de esas que te piden que consientas a una infinidad de condiciones contractuales a cambio de recibir determinados servicios supuestamente gratuitos, debí dar mi consentimiento a que se me escuchara.
Orwell ya está aquí. Y es real. Va a ser necesario trabajar para que Orwell vuelva de nuevo a ser ficción. Porque si el proveedor de mi teléfono móvil puede vender así de sibilinamente mi información a empresas –ahí está el negocio–, no resulta inconcebible que pueda hacer lo propio con determinados gobiernos. El Gran Hermano ya te estará mirando y escuchando.
Orwell también está en las redes sociales. En un alarde de codicia y de insensibilidad, y parapetándose en una simplista defensa de la libertad de expresión, los multimillonarios de la tecnología han desmantelado lo que tenían las redes sociales de moderación y de verificación de hechos y en muy poco tiempo se han metido a la Casa Blanca en el bolsillo.
“Nadie puede protegeros. Son tiempos peligrosos”. Eso les dijo el decano de la facultad de periodismo de la Universidad de Columbia a sus estudiantes tras la detención de Mahmoud Khalil, que había protestado a favor de Palestina. Que evitaran escribir o publicar cualquier cosa que pudiera molestar a la actual administración de Estados Unidos. Y Trump califica el pasado viernes de “ilegales” y “corruptos” a los medios de comunicación que lo critican. Eso es lo que pasa cuando vamos de un mundo basado en normas a uno de divos que acumulan un poder inmenso sin rendir cuentas.