Como casi todo el mundo, yo también soy pacifista. En mi mundo ideal, no hay querella ni ofensa que no se arregle a través del diálogo. Luego, ya en el real, pues no ocurre lo mismo. Hay pocos refranes tan falsos como el que sostiene que dos no se pegan si uno no quiere. Por desgracia, basta con que haya un abusón para empezar una pelea. La historia reciente y la pretérita nos ofrecen miles de ejemplos. Yendo al que está en el centro del debate reabierto sobre la necesidad de aumentar el gasto militar en esta parte del mundo, los ucranianos no tenían la menor intención de enzarzarse en una guerra con Rusia.
Simplemente, no les quedó otro remedio cuando, un mal día, y cumpliendo las amenazas que los más chachipirulis del universo denunciaban como bulo, las tropas enviadas por el sátrapa Vladímir Putin entraron a sangre y fuego en su territorio soberano. Los más cínicos, hipócritas y ventajistas (que, curiosamente, son también los que hacen cantos a la resistencia, O bella, ciao, ciao, ciao) abogaron desde el principio por la rendición para evitar sufrimiento. Utilizaban como eufemismo el arriba mentado diálogo y una estupidez del nueve largo que bautizaron como “diplomacia fina”. A ver qué finura cabe con personajes que son pura sal gruesa, como Putin, Trump o el tal J. D. Vance.
Así que, lamentablemente, Kiev no puede hacer otra cosa que seguir defendiéndose mientras su presidente se pasea planeta arriba y abajo para rogar que no cese (y, si puede ser, que aumente) la ayuda militar para hacer frente a la invasión. Y ahí es donde estamos concernidos, porque esto ya no solo va de echar una mano a Ucrania. Hemos pasado de pantalla. En las últimas semanas ha quedado acreditado que ningún país de la UE está libre de ser agredido por los matones que, como vemos, han pasado de enemigos a socios. Si la respuesta a un peligro así es el ramillete habitual de consignillas de los 80 del pasado siglo, podemos ir dándonos por jodidos.