Estados Unidos no es solo un país, es una narrativa. Durante más de dos siglos, ha construido una historia de sí misma en la que se presenta como la nación de la libertad, la potencia que, con todas sus contradicciones, ha alardeado de defender ciertos valores universales. Esta autoimagen no ha sido solo un ejercicio político, sino también un esfuerzo cultural sostenido, alimentado por el cine, el cómic, la literatura y la televisión. En ese relato, la figura del presidente ha encarnado el liderazgo y la integridad.

Sin embargo, la irrupción de Donald Trump ha roto ese imaginario. Su presidencia representa una anomalía en la forma en que la cultura estadounidense ha retratado a sus líderes. No es el presidente idealista de Caballero sin espada (1939), donde James Stewart interpreta a un joven senador que desafía la corrupción con la fuerza de sus principios. Tampoco se parece a los presidentes heroicos de Independence Day (1996) o Air Force One (1997), líderes que toman las riendas en momentos de crisis y luchan activamente por su país.

Incluso cuando el cine ha mostrado presidentes cínicos o corruptos, lo ha hecho dentro de narrativas que refuerzan la importancia de la ética en el poder. En Todos los hombres del presidente (1976), el escándalo de Watergate prueba que la democracia estadounidense puede sobrevivir a sus propios errores. En Nixon (1995), Oliver Stone muestra a un presidente lleno de sombras, pero también a un hombre trágico, prisionero de sus ambiciones.

Trump, sin embargo, escapa a estos modelos. Su mala educación, su desprecio por los intelectuales y las minorías, su liderazgo basado en eslóganes vacíos, insultos y teorías conspirativas, no encajan en el imaginario tradicional de la solemnidad presidencial. Su llegada al poder representa una fractura en la cultura del país, un punto en el que la realidad y el mito estadounidense entran en conflicto.

Pero la cultura tiene su propia inercia. Ahí es donde entran ficciones recientes como Día Cero, la serie protagonizada por Robert De Niro, que encarna la antítesis del trumpismo. De Niro interpreta a un expresidente que, lejos de la demagogia y el populismo, representa la responsabilidad y la decencia. No es un héroe de acción ni un político impoluto, pero su liderazgo se basa en la reflexión y la ética, algo que el cine y la televisión han defendido como esencia de la presidencia estadounidense.

El choque entre Trump y el imaginario presidencial no es solo una cuestión política, sino cultural. No es el presidente idealista, el pragmático con dilemas morales ni el cínico que se enfrenta a sus propios demonios. Es, más bien, una anomalía que la cultura estadounidense, con su peso y su propia lógica, terminará reubicando en la categoría que le corresponde.

Si algo ha demostrado el cine es que los mitos pueden tambalearse, pero también reconstruirse. Y si ese relato ha sobrevivido a crisis políticas, guerras y escándalos, también será capaz de digerir y expulsar la era Trump.