Subo al autobús satisfecha pero derrengadísima después de una intensa clase. Siempre me han gustado los transportes públicos y el motivo es tan poco original como estimulante. Me gusta observar a la gente, me gusta imaginarme sus vidas, a dónde irán, qué cenarán esa noche, con quién habrán quedado… A esas horas, suelo compartir espacio en mi ruta con muchas adolescentes, algunas vienen de entrenar, otras salen de alguna clase y, seguramente, casi todas se retiran a sus casas como yo. Un par de paradas antes de la mía, se sube un grupo de cuatro chicas. A veces juego mentalmente a calcular cuántos años tendrán, porque dentro de no tanto me tocará a mí y si algo me da pavor de la crianza es la adolescencia. Así que me afano en intuir edades para, más o menos, hacerme una idea de lo que me espera. A estas chavalas les calculo unos quince para dieciséis. El grupo comenta entre sí, móvil en mano, los outfit de cada una, el maquillaje que se han puesto esta mañana y los tatuajes en la espalda de una de ellas quien, por cierto, lleva un top que deja al aire espalda y ombligo. Sonrío para mis adentros, pensando que hubo un tiempo en que yo tampoco pasaba frío. Observo su habilidad para manejar el teclado con sus largas y esmaltadas uñas, las melenas lisas e impecables, me pregunto cuánto tardarán en prepararse a diario. La una habla del chico con el que sale, la otra comenta que el que se gusta de ella es demasiado bajito y delgado. Toco el timbre para avisar de mi parada y, de pronto, les escucho hablar de su edad. Una de ellas acaba de cumplir los trece, otras dos ya los tienen y la cuarta hará catorce la semana que viene. Me quedo petrificada. Y me bajo del bus preguntándome en qué momento me he convertido en la auténtica abuela cebolleta. Y también qué ha sido del derecho de las niñas a hacer una transición real entre la infancia, la adolescencia y la edad adulta.
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