20 de enero de 2025. Como si el calendario avanzara, cual cangrejo, retrocediendo, nos remontamos ocho años atrás. Donald John (J.) Trump volvió a pronunciar ayer el juramento de 35 palabras que lo restituye a la presidencia de los Estados Unidos de América. La consigna de la progresía fetén era hacer como que la cogía llorona. Qué vergüenza, qué desastre, qué ignominia. Venga, va, declaramos la enésima alerta antifascista planetaria y pedimos otra de gambas, que es así como se arreglan estas cosas. Sobre todo, si los campeones mundiales de la indignación posturera no van a ver cambiado su tren de vida ni en una micra por las fechorías que haga o deje de hacer el tipejo que está de vuelta en la Casa Blanca. ¿Y por qué está de vuelta? Me alegro de hacerme a mí mismo esta pregunta porque la respuesta provoca un sonrojo cósmico. Ocurre que el fulano arrasó en las urnas el martes después del primer lunes del pasado mes de noviembre, conforme al ritual electoral del Imperio. Pese a las previsiones de los felicianos que pontificaron que la sustitución del ajado Joe Biden por Kamala Harris supondría un revulsivo y remontaría las encuestas desfavorables, la realidad tozuda dictó su sentencia. El personaje del pelo naranja con mil y una causas judiciales abiertas se alzó con una victoria inapelable que le devolvía para los próximos cuatro años al despacho oval. Ese es el hecho contante y sonante. Donald Trump no se ha alzado con la presidencia gracias a los tanques ni al asalto a las instituciones de sus patéticos seguidores sino en virtud de la expresión de la tan cacareada voluntad popular. Achacar el desastre a la desinformación esparcida a granel por los señores neofeudales que controlan las plataformas digitales de expansión de lodo es un pésimo consuelo de quienes no están dispuestos a admitir que algo están haciendo muy mal los demócratas para entregar el poder –urnas mediante, insisto– a seres tan siniestros como el que ayer volvió a jurar su cargo.