Contemplo con interés los recientes movimientos para conseguir que las dos demarcaciones del sur de Euskal Herria dispongan de un salario mínimo propio. De entrada, me llama la atención que fuera el Gobierno Vasco, a través del departamento que lidera el vicelehendakari segundo, Mikel Torres, el primero que situó la cuestión en la mesa de debate. Ya ahí se atisbó lo que luego se ha confirmado en los planteamientos al respecto de los sindicatos y, de un modo más evidente, en las iniciativas legislativas populares registradas en los dos parlamentos: el riesgo de llamar a engaño a la ciudadanía y, particularmente, a los colectivos que en primera instancia se verían beneficiados por la medida. Se está dando la impresión de que lo que se propone es algo que está en manos de las instituciones vascas. Y eso no es así. Nos guste lo que nos guste, opinemos lo que opinemos, estamos hablando de legislación básica. Es decir, ahora mismo solo el Gobierno español puede fijar la cuantía del salario mínimo. Como estamos viendo en las últimas semanas, se trata de una cuestión tan delicada, que tiene enfrentados a los dos socios del Ejecutivo, con el PSOE tirando a la baja y Sumar al alza, pues no por nada se trata de uno de los banderines de enganche electoral (o electoralista) de la plataforma liderada, aunque ahora sea en la sombra, por la vicepresidenta, Yolanda Díaz. Anoto de pasada, por cierto, que Díaz siempre ha mostrado su más enérgico rechazo a que haya diferentes salarios mínimos en el Estado porque eso ahondaría las desigualdades entre la clase trabajadora. Eso da para otro debate. Pero volviendo al que nos ocupa, insisto en la necesidad de no confundir al personal. Ahora mismo, la única posibilidad de que haya un salario mínimo propio es a través de la concertación social. Es decir, solo mediante un acuerdo de sindicatos y patronal. Que vuelvan a sentarse todos en torno a una misma mesa está muy bien. Pero solo es el principio del principio.