En una casa como la nuestra, donde hemos hecho de la defensa de la biodiversidad nuestro mantra, nuestra profesión y nuestra forma de vida, no era de extrañar que, tarde o temprano, viviéramos en nuestras cabezas la experiencia biodiversa más intensiva del mundo infantil. Habéis acertado. El puente de diciembre nos ha regalado una comunidad de piojos, asunto que hasta ahora habíamos esquivado con elegancia y con el que ya nos hemos estrenado. Y por la puerta grande. Porque mis criaturas lucen largas y espesas melenas, lo cual, si bien les embellece más todavía, no hace para nada fácil la peliaguda (nunca mejor dicho) tarea de librarse de estos molestos parásitos. Yo, que soy mujer de escasa paciencia, me enorgullezco de haber demostrado un temple con lociones, champús y liendreras digno de una sacerdotisa dedicada a la meditación. Y mis hijas han hecho gala de una entereza que, bien mirado, seguro que les sirve de entrenamiento para esta vida en la que la paciencia se ha convertido en un bien escaso. Las sesiones de mechón y peine nos han dado para charlar de todo un poco y para darme cuenta de que, ciertamente, los piojos son seres muy perseverantes una vez conquistada la cabeza. Ahora entiendo que su nombre sea también insulto, porque sólo esta especie y sus hábitos pueden definir con acierto, por ejemplo, la labor de una entidad financiera para con su clientela. Por nuestra parte, hemos aprendido mucho, entre otras cosas, que sinónimo de piojo es carángano, ¿no es una palabra preciosa? Lo que no hemos conseguido es que una de nuestras criaturas entienda que, pese a ser seres de la naturaleza, los piojos nunca serán bienvenidos en nuestra casa y siempre morirán tras un meticuloso tratamiento, aunque en las sesiones piojicidas no haya parado de arengar: “¡Salvemos a los piojos! ¡Vivan los caránganos!”. Que hay que estar ahí una hora entera escuchándole...
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