El mismo día en el que me asaltan todo tipo de ofertas por el Black Friday, veo una foto de residuos textiles en Tailandia publicada por Greenpeace. Toneladas de ropa y calzado amontonado en un vertedero: veo unas botas de fútbol en primera plana, pantalones, jerseys, zapatos de tacón, botas, camisetas y otras prendas que no se distingue qué fueron en su vida anterior. Solo en el Estado español anualmente se generan un millón de toneladas de residuos textiles. Ropa barata que usamos y tiramos en el primer mundo y que acaba en vertederos de Asia, África y Sudamérica principalmente. Greenpeace lleva tiempo alertando de que es urgente reducir la producción y el consumo rápido de ropa y de que esta reducción debe venir acompañada de un aumento de la calidad de los productos, porque el cada vez mayor uso de materiales sintéticos convierte estos residuos en más contaminantes y tóxicos. Miro la foto y no puedo evitar sentir que esta producción cada vez más plastificada de la ropa va en consonancia con una plastificación de la sociedad también en otros aspectos. No solo en la estética, con modelos de labios de silicona o una preocupante cosmeticorexia que ataca a las chicas adolescentes, sino también en la calidad de nuestras relaciones, cada vez más en encapsuladas y virtuales, menos orgánicas; o en las formas y los modales, cada vez más low cost, menos elegantes; o en la profundidad de los debates, rozando el nivel de la bisutería barata. Miro la foto de Greenpeace y no puedo evitar imaginar un gran vertedero de todas las cosas de calidad que vamos dejando atrás y desechando en los últimos tiempos: los debates profundos y sosegados, la escucha, el contacto humano, el silencio, el interés por el mundo y las personas, el sentimiento colectivo, la buena educación, el amor por la cultura… Quizá también nos estemos plastificando nosotros y esto sea otro desastre medioambiental.