Hace más de dos años, me despedí de esta columna, y frente a quien piense que solicito una segunda oportunidad, solo una serie de casualidades han hecho que vuelva para probar si mi politoxicomanía de años me ha convertido en incapaz de pensar o si todavía puedo hilar sensateces.

Antes de lanzarme al lío, he salido al balcón a charlar con ama, quien sonríe recordándome que lo dejé por estar cansado de tener que idear cada semana. Me quedo callado y pienso: a ver.

Ella me pregunta cómo veo la política y le contesto que vivo algo alejado de la misma, aunque desde una visión generalista sigo observando que se frecuenta más el enfrentamiento que la cercanía, que a la política le falta empatía, afecto, querencia.

Aprovecho para contarle que algo está cambiando, y aunque desde las elecciones de abril muy poco se había movido en Parlamento y Gobierno vascos, lo que seguramente anima a que la ciudadanía de Euskadi se aleje de la política, resulta que ha aparecido un condón en una sala de comisiones que ha obrado el milagro de provocar un cambio de actitud en mucha gente que ha empezado a enterarse de los trabajos que en el parlamento se hacen, alegrándose de que sea un espacio en el que también hay sitio para el amor.

Me mira horrorizada y, tras tranquilizarla, añado que sería bonito que en el Parlamento, además de encendidos debates, enfados y discrepancias, se guarde un espacio para el erotismo, aunque sospecho que esta vez se trata de una jugarreta, pues en las indagaciones del condongate parece que la goma estaba exenta de vertidos de amor. Seguramente alguien de Bildu sabrá por qué y para qué. Que lo cuenten ellos.

A pesar del montaje, añadido a la popular creencia de que en Euskadi no se folla nada, me quiero quedar con la mágica posibilidad de que la sede de la soberanía popular vasca pueda ser una excepción, estando seguro de que las cosas nos irían mejor si, además de política, en ella tuvieran espacio el cariño, el amor y el sexo. Con condón, eso sí.