Vaqueros, camisetas, gafas de sol, crema bronceadora, hidratante… Voy tachando lo necesario par meter en la maleta. Añado una novela, un vestido más elegante para las noches especiales y un traje serio. Voy, iba, a un congreso de prensa en Jordania, a un viaje de trabajo a Milán, a una entrevista a Pavarotti en Pesaro… De este equipaje, han pasado años. Mis siguientes viajes no han necesitado cerradura en el candado. La maleta es más liviana, sin cremalleras, sin billetes ni pasaporte. He metido dos camisones, una bata, un cepillo de dientes, peine y gel. Todo listo. En una hora me recoge mi nieto José Mari para llevarme al hospital.

Una maleta sin cerrojo

En este tiempo, tres años, me he hecho una experta en clínicas y hospitales. Sé cual es mejor, las enfermeras y auxiliares mas simpáticas, la comida más rica y los médicos… El último ha sido fantástico, como un viaje al pasado, más fascinante que ir a la luna. Un traumatólogo, el mejor profesional que me ha atendido, me ha curado y me ha devuelto mi yo. Además, es de Portugalete. En el sanatorio me he sentido como una marquesa de vacaciones en Baden Baden, rodeada de enfermeras y deliciosas religiosas con inmaculadas vestiduras blancas. Se han pasado los dolores, tengo dos caderas nuevas y unas inmensas ganas de vivir. Una novedad, he descubierto en mí misma qué es una inyección epidural. ¡Cuantas gracias tenemos que dar a los nuevos inventos! Cuando empezó a utilizarse, me alegré por mis hijas, ya no tendrían que sufrir los dolores del parto, ni ellas ni todas las mujeres del mundo. Con esta inyección mágica he descubierto que una operación de cadera es como destruir y construir una catedral. Se oyen los martillazos y, aunque te adormezcan, piensas que no estás en un quirófano sino en la obra de las pirámides. La experiencia mereció la pena, pero, cuando me iban a operar de la segunda cadera, me puse un auricular con Spotify, dispuesta a seguir la operación con música de Mahler. Ya en la camilla, con el gorro y los patucos verdes, me vio el móvil una enfermera: “No se puede entrar en el quirófano con objeto metálicos”. Miré al anestesista y le pedí ración doble de sedante para pensar que en lugar de martillazos, oía olas rompiendo contra las rocas. Se me ha olvidado lo que sentí, porque al salir de la operación estaba despierta y feliz.

Lo decimos mil veces y mil veces se nos olvida el qué bien cuando se está bien. Ni usted ni yo nos damos cuenta hasta que llega la anormalidad a nuestra vida. Solo hablamos de salud en Navidad y resulta que, de verdad, es la mejor lotería que nos puede tocar. Salud, dinero y amor, olvídese del dinero y del amor, si lo tiene es un plus; pero lo importante, lo realmente importante, es la salud.

Como nuestra cabeza selecciona los recuerdos, vuelves a pensar en viajar. Especialmente en agosto. Maletas en el aeropuerto, maletas en los cruceros, maletas en el tren. ¡Qué calvario! Recuerdo una frase que siempre he defendido: cuando regresas de un viaje no eres la misma persona. De mi ultimo viaje hospitalario tampoco he vuelto la misma. Pero, instintivamente, pienso en lo maravilloso que es preparar unas vacaciones, un fin de semana, un tiempo donde ver personas distintas. No puedo remediarlo, ¿dónde iría ahora mismo y sin necesidad de maleta? Florencia.

En dos segundos tengo el destino: Florencia, siempre Florencia. La primera vez que vi la ciudad toscana me quedé, como se dice vulgarmente, sin palabras. Me parecía imposible no haber estado nunca en aquella ciudad del Arno. Llegar, como a Stendhal, me dejó en silencio, pero luego me convirtió, me volvió a convertir, en escritora. En dos de mis novelas los personajes toman una copa de Chianti en una terraza viendo al David de Miguel Ángel, compran perfumes en Santa María de la Nouvelle, comen una pizza en una trattoria, se pierden mirando a Boticelli y sueñan que pisan las mismas calles que pisó Leonardo da Vinci. Los mejores diseñadores del mundo juegan al corro contigo; aún recuerdo en un escaparate, un vestido rojo de Valentino. Florencia es la ciudad de los milagros. Cada vez que me despedía de Florencia, oía una voz en el rumor del aire: “No estés triste, volverás”. Esas palabras envueltas en niebla, venían a mi durante estos tres largos años sin preparar una maleta con cerrojo. Y sé que volveré. El invierno florentino tiene que ser precioso. Al regreso, llenaré la maleta de cuadernos con dibujos dorados, azules y rojos, me compraré un caramelo de cristal de Murano, siempre caigo en la tentación, un foulard y unas botas; las más bonitas que tengo las compré en Florencia, quizás pueda ponérmelas, aunque tenían un poco de tacón…

Y, al volver, sin melancolía, me daré cuenta de que he cambiado interiormente y, entonces, como decía Anaïs Nin, deberé cambiar también los objetos que me rodean. No, todos no, algunos. Regalaré los libros que he leído, cambiaré el color de los cojines, quitaré todos los adornos de las baldas para poner fotos de mis nietos. En mi despacho, seguirán los recuerdos entrañables de mis momentos felices. Colgados en la pared, un sombrero tailandés, otro de Camboya, un salacot de Malasia, una casita de pájaros y un avión de madera que me regaló mi hijo Dani y… mi reloj de cucú que me regalé en la Selva Negra. Detrás de mi silla, un mapa tan grande como la pared. Antes, cuando era presumida, tenía alfileres de colores en cada país que había estado. Los he quitado todos, porque me quedan tantos que es mejor seleccionar el futuro y, en ese futuro, hay una ciudad que siempre me espera: Florencia. l

Periodista y escritora