Me lo encontré tirado en el suelo, emitiendo gemidos lastimeros mientras se ejercitaba con la plancha abdominal. No le presté demasiada atención –eran las 6.30 de la mañana– he de confesarlo. Tan sólo me llamo la atención, al principio, el nivel de estridencia de sus gemidos. Eran una mezcla de éxtasis sexual y alarido lastimero.
Regularmente acudo al gimnasio. Es una práctica que llevo a rajatabla, y se ha convertido en un hábito del que ya no puedo sustraerme. Cada día realizo mis ejercicios, al principio pautados, y ahora ya, sin supervisión. Me resulta una actividad beneficiosa, reconstituyente y que crea una verdadera adición; los adictos a esto saben perfectamente de lo que hablo.
Ese día, a esa hora, como es de costumbre en un animal que ama la rutina, tras observar que las ventanas del gimnasio estaban cerradas a cal y canto, me vino a la cabeza el siguiente pensamiento: ¿qué leches hacen las ventanas cerradas? ¿Qué ocurre? Estamos en verano, y en plena ola de calor. ¿En qué piensa el gestor del gimnasio? No puedo ni quiero reproducir el aderezo de exabruptos que condimentaron las anteriores preguntas. Creo que, a golpe de tecla, es fácil conocer las recomendaciones de las autoridades sanitarias, acerca de la necesidad de proceder a garantizar la ventilación de los locales cerrados, sobre todo, de aquellos espacios en los que coincidan personas realizando alguna actividad, la que sea, pero más cuando se trate de una actividad física. Claro, mayor cantidad de O2 es equivalente a mayor calidad de aire. Luego más cantidad de CO2 supone que la calidad de aire es menor, y que estamos respirando el CO2 exhalado por otras personas, y que cabe la posibilidad de que podamos respirar junto al CO2, partículas cargadas virus. No olvidemos la pandemia.
Visto lo visto, procedí a abrir las ventanas del gimnasio –creo que fueron dos ventanas– y me dispuse a iniciar mi actividad, que se había visto demorada unos minutos. Me quité la sudadera, y, cuando me disponía a subir a la bici elíptica, una usuaria del gimnasio me espetó: “Oye, oye, que con la ventana abierta me voy a enfriar, ahora que estoy sudada”. Al oírla, vinieron a mí de nuevo esos efluvios toscos que he medio comentado, pero tuve el dominio mental de callarme, e intentar negociar, así que, comenté: “Hay que ventilar, es una recomendación que debemos de seguir” –dije–. Parecía que el episodio había finalizado aquí, y que todo quedaría en una anécdota, pero he aquí que, en esto reapareció en escena el gemidor que encontré en el suelo, mientras sollozaba por el esfuerzo. El interfecto, sudoroso, greñudo, con barba canosa de chivo, vestía una camiseta de churrero y pendientitos de macarra hortera –como en la canción de los Ilegales–, se acercó hacia mí, se plantó con desplante torero delante de mi bicicleta –probablemente, ahora caigo, era la pareja de la usuaria que me afeó la conducta de abrir las ventanas–, y me dijo: “¿Vienes a tocar los cojones?”.
La compasión no es una virtud muy correspondida en los tiempos que corren. Cada vez lo ponemos más complicado para ser compasivos, cada vez hay menos
atenuantes para ser compasivos, y, sin embargo, la compasión es más necesaria que nunca para evitar que nos dejemos llevar por nuestros instintos más bajos y crueles. Una vez se pierde –la compasión– es muy difícil restituirla, sobre todo porque no existen argumentaciones para defender la ignorancia y la imbecilidad.
Haciendo ímprobos esfuerzos por desterrar de mi mente a Steven Seagal repartiendo patadas voladoras, ejercí de perfecto bonobo y, manteniendo la apacibilidad del carácter, intenté de nuevo justificar mi fechoría de abrir las ventanas, a lo que “el lomo plateado” me indicó: “Tú no eres nadie para abrir las ventanas”.
Dicho esto, ambos abandonaron el gimnasio hacia los vestuarios no sin antes despotricar a voces contra mi acción, poniéndome a parir e intentando, de paso, convencer de mi felonía al resto de usuarios gregarios que asentían con la cabeza, dando respaldo de este modo, a sus imprecaciones.
He reflexionado sobre esta circunstancia y acerca de cómo este tipo de comportamientos se dan con demasiada frecuencia en nuestro entorno más cercano.
¿En cuántas ocasiones evitamos la discrepancia? ¿Cuántas veces callamos, a pesar de estar en desacuerdo con comportamientos, o con actitudes que nos enervan?
Nuestro desarrollo evolutivo ha hecho que nos volvamos dóciles, mansos de corazón. La autodomesticación responde a un circuito. La sociedad, la comunidad, se ha quitado de en medio a los individuos agresivos, encerrándolos o ejecutándolos. Parece que esta fórmula es la única que hace posible la vida en sociedad, y, sin embargo, nuestro gregarismo extremo es un problema para que surja la discrepancia, sobre todo porque disentir, diferir o discrepar es una necesidad para el progreso. Es muy complicado en nuestros días llevar la contraria. Lo vemos a diario en personas que no cumplen con las medidas de seguridad elementales, en diversos ámbitos –el laboral, en la carretera, etc– o las cumplen a su modo o de manera grotesca. Y qué decir de aquellos especímenes que tratan de justificar el incumplimiento o cumplimento parcial de las medidas de control.
“¿Vienes a tocar los cojones?”. Es lo que soltaste con la infantilidad de un niño malcriado, que desconoce que vivimos en una situación complicada y hostil, en donde no hay nada que pueda ser previsible al cien por cien, y que la naturaleza puede jugarnos malas pasadas, que hoy estás más fatigado de lo normal, que te encuentras con un malestar inusual, que coges el bicho, porque precisamente no has seguido las medidas de seguridad a pesar de que las conocías por activa y pasiva. No pasa nada; esbozaremos todos una sonrisa comprensiva.
Me dirijo a ti, ignorante bienaventurado, estúpido militante, para ver si puedes entender que las civilizaciones –todas– nunca han prosperado ni podrán hacerlo sin cantidades ingentes de información fiable sobre los hechos y acontecimientos que nos acucian. Necesitamos atesorar un gran número de verdades. Precisamos certezas que hagan viable nuestro transitar en el mundo de manera efectiva y poder así atravesar el cúmulo de obstáculos y oportunidades a los que tenemos que enfrentarnos. Nuestro éxito o fracaso en cualquier cosa, y en la vida en general, depende de que nos guiamos por las certidumbres y de si no avanzamos en la ignorancia basada en conductas caprichosas sustentadas sobre la falsedad. La indiferencia en este ámbito es una imprudencia, una negligencia, y en la medida en que apreciemos, en esto y otras cuestiones, lo importante que son las evidencias, debemos porfiar por poseerlas.
Técnico en Prevención de Riesgos Laborales. Mondragón Unibertsitatea