Katea ez da eten. Ese es mi primer pensamiento al contemplar la imagen del último Consejo del Gobierno Vasco presidido por Iñigo Urkullu Renteria. Quizá porque soy un blando, me conmueven algunas sonrisas de quienes miran a la cámara. En varios casos, son conscientes de su paso, metafóricamente, a mejor vida o, dándole la vuelta a los términos, quizá a una vida mejor. Salen de la primera línea después de haber entregado sangre, sudor y lágrimas a una causa en la que creen por encima de los egos, las coyunturas y la mezquindad de las dos oposiciones, la del Parlamento y la de la pancarta, que los y las han situado sistemáticamente en la diana. Me temo que son conscientes de que nadie hablará de ellas y ellos dentro de muy poco. La vida, que es como el fogón de una locomotora de carbón del siglo XIX, continuará sin sus cuitas, sin las explicaciones sobre cómo han hecho su trabajo que íntimamente necesitarían compartir con la ciudadanía a la que han servido cosechando una comprensión social muy por debajo de sus logros acreditados.
Tratando de alejarme de la empatía y simpatía personal hacia unas personas que, por férreas convicciones, se presentaron voluntarias para el desolladero, me quito la txapela a la vista de sus esfuerzos tantas veces baldíos e interesadamente torpedeados. Todo, para que su pretendida gestión horrorosa se desmienta, no solo con los indicadores en la mano, sino además en las numerosas encuestas que concluyen que la sociedad vasca afirma sentirse satisfecha con su vida privada más allá del notable alto. Es obvio que en el desempeño de su tarea no habrán estado libres de cometer errores. Estoy seguro de que el simple hecho de ser conscientes de ello les duele más que la más acerada de las invectivas. Y también tengo la esperanza de que el tiempo pondrá en el lugar que le corresponde el resultado de sus desvelos, que es la base sólida del trabajo que ahora emprenden otras mujeres y hombres. Katea ez da eten.