mientras mis hijas intercambian sus cartas Pokemon en el parque, un grupo de madres elogia la belleza de su monitor de aerobic, asegurando que se lo (sic) follarían sin miramientos. Una de mis peques me mira de reojo. Yo dudo entre si mencionar a las adultas que tienen niñas delante o dejar pasar la anécdota para mantener la paz e ir preparándome mentalmente para las preguntas que me harán mis peques después en casa. Las madres continúan su perorata entre risotadas y detallan la meticulosa educación sexual que ofrecen a sus criaturas. “En nuestra casa, todo bien clarito”, alardea una de ellas. Según los comentarios anteriores, me preguntó con qué claridad exactamente explican a sus pequeñas el amplísimo mundo de la sexualidad. Personalmente, tengo la sensación de que las niñas han pasado de escuchar la historia de las abejitas y la cigüeña a escuchar que Fulanita folla a cuatro patas. Mi pareja y yo huimos de ambas versiones, intentando buscar otra manera y asumiendo a la vez nuestras taras, porque en nuestras familias las conversaciones sobre sexo brillaban por su ausencia y las lecciones que nos dieron en la escuela se centraban exclusivamente en la reproducción. En febrero de este año, el Parlamento Vasco aprobó que la educación sexual sea obligatoria y adecuada a cada edad en Primaria y Secundaria. Se abstuvo el PP y Vox votó en contra, creen demasiado peligroso dejar este asunto en manos de las docentes. Pero su reacción me reafirma en la convicción de que la educación sexual en la igualdad y el respeto es fundamental. Me pregunto ahora cómo va a combinarse con la pedagogía/ideología de los diversos centros educativos y cómo, a su vez, todo este mejunje va a encajar en la mentalidad de cada familia. Es decir, me pregunto si todas iremos de la mano en el avance o seguiremos perpetuando a la menor oportunidad los errores que nos mantienen donde estamos.
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