Hace 15 años, en el estado había 55 entidades bancarias. Hoy quedan 10, que, según parece, más pronto que tarde serán 9. En este camino se han ido diluyendo marcas históricas que creíamos indestructibles, como el Banco Guipuzcoano o Caja Navarra. Pero el proceso ni siquiera empezó en 2009, fecha que hemos tomado como referencia. Ya antes fuimos viendo cómo se fueron sumando letras a los nombres originales. La propia corporación que ahora pretende absorber al Sabadell fue BB, luego BBV y, en un escorzo que en aquellos tiempos pareció increíble, se anotó la A de Argentaria, evolución de la antigua Caja Postal, es decir, una banca pública. Y si miramos al otro gigante, el Santander, pese a que ha terminado volviendo a su nombre y sus siglas originales, por medio ha ido engullendo (o integrando, si prefieren un eufemismo) marcas de rancio abolengo como Central Hispano, Banesto o, más recientemente, Popular, solo por citar las españolas.
Estos procesos han ido ocurriendo igual bajo gobiernos del PP que del PSOE, sin que se hayan escuchado grandes quejas. Al revés, después de la hecatombe de las cajas de ahorro que funcionaban como cortijos, la consigna más extendida fue que el tamaño importaba y, por tanto, la supervivencia dependía de la concentración. Los peces gordos debían comerse a los pequeños. Y cuantos más, mejor. Los sufridos usuarios de servicios bancarios, sin necesidad de tener grandes conocimientos de macroeconomía o del funcionamiento del sistema financiero, pronto vimos que salíamos palmando de todo aquello por algo que era de cajón. Menos oferta implica peores condiciones, igual a la hora de pedir un crédito que de abrir un depósito, de buscar un cajero para sacar dinero sin comisión o de pagar un recibo en ventanilla, misión actualmente casi imposible. Por eso es tragicómico que Moncloa diga ahora que la OPA hostil del BBVA sobre el Sabadell “es lesiva”. Les ha costado enterarse.