Habremos estrenado hoy un nuevo gobierno, que quizá perpetúe el anterior o suponga un viraje de 180°, no lo sé en el momento de escribir esta columna. Espero que, sea el que sea, acabe (o comience al menos por terminar) con todas las lacras que nos asolan, que engrosan las cifras del maltrato, de la pobreza, de la precariedad, en definitiva, del fracaso social que a veces nos empeñamos en disimular. Reflexiones post-electorales aparte, preocupada estoy por una costumbre que se ha instaurado en mi casa y que, precisamente, copia la de algunas personalidades políticas (por no decir todas, alguna vez), sobre todo en periodo electoral. Cuando llega el momento de convencer a la ciudadanía, las futuras candidatas tienden a prometer, quizá en exceso, sobre cuestiones que, en realidad, no es seguro que vayan a cumplir. No digo yo que haya necesariamente una intencionalidad aviesa en este hábito, pero sí una tendencia, en aras de conseguir el ansiado voto. Mis hijas, que nunca han acudido a un mitin, han leído un programa electoral o se han tragado sesión del Congreso alguna, a nosotras nos hacen lo mismito. En su caso, pobrecitas mías, sí existe una estrategia de promesa que, en el momento de hacerla, no tienen ni pajolera idea/intención de poder/querer cumplir, y sí cuentan con un objetivo claro, sea unas cartas Pokemon o un rato más de tele dominguera. Asimismo, mis hijas son tan igualmente expertas en escaquearse de sus ofrendas incumplidas como en afearnos el no haber ejecutado aquello que prometimos hace tres años a las tres de la madrugada para que se durmieran por fin, y que quedó sobre una neurona aislado en la parte más recóndita de mi cogote. Exactamente igual que ocurre en el ruedo político. ¿Será que estamos criando a las futuras aspirantes a lehendakari o es que esto de prometer unicornios montados en nubes de algodón es inherente a nuestra naturaleza humana?