En el centro de Gasteiz se erige el Monumento a la Batalla de Vitoria, testigo sigiloso del vitoriano paso del tiempo –fresco ya sabemos– y protagonista de una historia que va más allá de la celebración de la contienda bélica que conmemora. Su construcción, finalizada en 1917, se gestó en un contexto peculiar que deja entrever un trasfondo digno de explorar.

El concurso para elegir al artista responsable de esta obra sorprende por la ausencia de escultores en el jurado. En una época en la que la selección de un escultor para una escultura era un proceso obvio, la falta de especialistas es una curiosa paradoja.

Dentro de este proceso, se presentaron siete proyectos provenientes de diferentes puntos del país. Gabriel Borrás, escultor valenciano radicado en Madrid, fue el vencedor de esa “batalla”, llevándose consigo las 5.000 pesetas de premio. Su estilo, reconocido por su enfoque oficialista, académico y clásico, no dejó de generar comentarios.

La controversia no hizo más que aumentar desde el principio. La inclusión de arquitectos, ingenieros, pintores y políticos en el jurado generó críticas. Y también fue polémico el emplazamiento elegido para situarla. La disputa, lejos de apaciguarse con el tiempo, persiste como una cansina tonadilla en la historia de este monumento.

Más allá de los detalles de su gestación, el Monumento a la Batalla de Vitoria ha pasado a ocupar un lugar en la lista roja de patrimonio en peligro de la asociación Hispania Nostra. Su estado deteriorado, con elementos como gorros, sables y bayonetas dañados o desaparecidos, ha despertado la preocupación de quienes defienden la preservación del patrimonio material.

La inclusión del Monumento a la Batalla de Vitoria en la lista roja resalta su amenaza tangible. La ironía va más allá de su deterioro físico; cuestiona la esencia misma de construir monumentos. La repentina atención e interés en su preservación, no de Hispania Nostra, asociación que defiende el patrimonio de nuestro país, sino de otros agentes públicos y privados, podrían estar motivados más por razones turísticas que por un auténtico compromiso cultural.

Es válido cuestionarnos si, en nuestra aspiración por conservar el pasado, hemos caído en la trampa de mantener monumentos que se convierten en estatuas inmóviles de eventos lejanos, en este caso, una reliquia bélica. Su inclusión en la lista roja debería ser una llamada de atención para reconsiderar nuestra relación con el patrimonio, no solo desde la perspectiva material, sino también desde la apreciación del arte vivo y la cultura en constante evolución.

El Monumento a la Batalla de Vitoria, con sus imperfecciones físicas y su historia controvertida, se presenta como un microcosmos para reflexionar sobre la conexión entre el arte, la cultura, la historia y nuestra forma de preservarlos. Tal vez sea el momento de cuestionar la necesidad de mantener monumentos que conmemoran eventos bélicos y transformarlos en símbolos de identidad de una ciudad.