Toda organización que pretenda influir en la sociedad en la que habita necesita elementos humanos que la representen modélicamente. Mujeres y hombres que sirvan como espejo a una mayoría que se sienta identificada por los valores que aquellos representan.

Estos recursos humanos son las piezas más valiosas, las más influyentes y necesarias en cualquier colectividad cuya ambición sea la de mejorar el bienestar y la calidad de vida de la gente. Ejemplos y modelos personales gracias a los cuales las entidades por ellos representados obtienen el reconocimiento público, a modo de confianza y apoyo.

Los partidos políticos no son nada sin su militancia. La ideología, los programas, los objetivos, son elementos abstractos sin hombres y mujeres que los desarrollen y los plasmen con su propio compromiso.

Por eso, y aunque parezca un contrasentido, los agentes más valiosos de una organización política no son ni sus dirigentes, ni sus cargos públicos, ni los líderes que ocupan los principales puestos en el espacio público. Los imprescindibles, los verdaderamente inestimables son quienes desde la nula notoriedad publicitaria dan sentido a una creencia, una inquietud o una meta. Los que están siempre, llueve o haga calor. Los que no se arrugan ante nada, los que anteponen el bien común a su comodidad o a sus propios intereses.

A lo largo de mi dilatada trayectoria en un partido político han sido muchos los referentes de este tipo que he conocido. Gente sin más ambición que ser propagadores de un modo de entender la vida construyendo país. Haciendo sociedad. Fortaleciendo la idea de una nación creada por la suma de voluntades de su ciudadanía.

Gente corriente con aportaciones extraordinarias. Con un mérito inmenso que rara vez se destaca.

Uno de esos peones inestimables que yo he conocido se fue esta semana. Tenía 87 años y se llamaba Alfonso Bravo, aunque en su pueblo y en el mío –en Basauri– todos le conocíamos como Fon.

Los imprescindibles

En mis ocurrencias escritas le he sacado a pasear más de una vez, publicidad que él me recriminaba, pues no le gustaba ser centro de atención. Ahora bien, sus quejas estaban cargadas de humor y de ironía, lo que daba cuenta de su carácter alegre y casi tan saludable como su despechugada presencia, fuera primavera o invierno.

Fon fue un hombre involucrado en el mundo asociativo. En la política –en el batzoki– y también en el deporte. Su pasión era el fútbol y, fundamentalmente, su práctica deportiva por cuantos jóvenes quisieran participar en él. Gracias a sus desvelos y al de otros que le acompañaron, clubes modestos, pegados a la realidad de los barrios dieron a centenares de chavales la oportunidad de disfrutar del deporte federado en sus ratos de ocio.

El coraje de Fon me demostró que, pese a vivir en una sociedad cada vez más individualista, más egoísta, más exigente, seguía habiendo gente comprometida en estamentos y organizaciones populares donde su única recompensa era disfrutar sintiendo cómo unos niños y niñas se juntaban para jugar al fútbol. Aunque para hacer posible ese sueño tuviera que tocar mil puertas para obtener un pequeño respaldo económico que lo hiciera posible. Ahí, en ese papel de “recolector” de ayudas le conocí durante años. Llegado el mes de enero de cada nuevo año aparecía por mi despacho para presentar , por carta, la petición habitual de una modesta subvención para que sus chicos pudieran seguir jugando al fútbol.

“Todos quieren ser directivos del Athletic –me decía con resignación– pero nadie quiere aparecer en un club modesto como el “BEA” (Basauri Escuela de Aprendices). Aquí hay que pelear para sacar una perrillas para comprar las botas a los chavales. Si supieras lo que me ha costado que alguien financie un balón…”.

Pero Fon no se desanimaba ante nada, ni tan siquiera cuando la envidia humana y la estupidez persiguieron también a su acción desinteresada. Era inasequible al desaliento. Le recuerdo, junto a otros “directivos” en los descansos de los partidos. Rifaban un jamón y aunque siempre aparecía alguien que decía que le había tocado, yo dudaba de aquel afortunado y creía que el pernil, domingo tras domingo, era el mismo.

Fon era un hombre comprometido. Abertzale, jeltzale, basauritarra, vasco. Hombre de bien, de paz. Ingenioso como pocos. Dispuesto a todo. Miembro de honor de la infantería social de la que cualquiera se sentiría orgulloso.

En unas elecciones municipales y tras un complicado proceso interno, el PNV optó, en el último momento, por Andoni Busquet para que fuera su candidato a la alcaldía. Las cosas estaban difíciles pero Fon lo tuvo claro. “Andoni; tienes todo mi apoyo –le dijo–. Vas a ser alcalde y, cuando eso pase, te visitaré en tu despacho municipal y te pediré una cosa”. Dicho y hecho. ¿Pedir qué?

La intriga se resolvió el primer día que Busquet llegó al ayuntamiento. Una secretaria le anunció que en la antesala había un hombre que pedía estar con él. Era Fon. ¡Alfonso! –saludó el recién elegido alcalde–. “Sólo te quitaré dos minutos” –respondió Fon–. La visita fue aún más breve. El alcalde invitó al visitante a entrar en su despacho dispuesto a escuchar su demanda. Pero Fon ni tan siquiera se sentó. Se dirigió a la ventana , apartó la cortina y señalando las casas y el entorno le dijo: “¿Lo ves?. ¡Es tu pueblo!.” “Una cosa te dije que te pediría y es la siguiente. Es tu pueblo. Quiérelo y cuida de él”. Nada más. Y como llegó, se fue. Andoni Busquet no olvidará jamás aquella petición. La exigencia de un militante imprescindible. Lo más valioso del cuerpo social del PNV.

Ahora que vienen tiempos en los que se atisban nuevos liderazgos, no olvidemos la importancia que tiene fortalecer la base social para hacer posible que toda la edificación construida se apoye en una sociedad con cimientos sólidos. Participar, como siempre lo hicimos, en las iniciativas que vertebran el país. Tomar parte, simplemente, con espíritu colaborativo para ayudar al bienestar comunitario. Como lo hizo Fon y como él centenares de mujeres y hombres que han sido y son las actrices y actores más valiosas/os de este país.

La política solo cobra sentido cuando se piensa en las personas. Por eso, cuando asistimos a bochornosos episodios de encarnizados enfrentamientos verbales donde lo que se busca es el descrédito del adversario y no la mejora del bien común, entendemos la sensación de desapego y desasosiego que esa modalidad de politiqueo genera. El ruido nunca es bueno para hacer prosperar ámbitos de entendimiento y acuerdo. Y fue eso precisamente, el ruido , lo que vino a inaugurar el nuevo periodo de sesiones en el Parlamento español.

El PNV había advertido de que el abuso de la figura del decreto ley y, sobre todo, la ausencia de negociación previa de sus contenidos unida a la mezcolanza de medidas en una única iniciativa, dificultaban severamente el éxito parlamentario de cualquier proyecto que pretendiera ratificarse. Máxime si se tenía en cuenta que para salir adelante se necesitaría el respaldo de, al menos ocho formaciones políticas distintas . Demasiada macedonia legislativa para ser asimilado a granel por un orfeón de voces tan diferentes.

El resultado de tal desbarajuste está a la vista. Dos decretos aprobados por la mínima y al borde de la bocina y uno de ellos rechazado por ajuste de cuentas internas entre los “morados” y Yolanda Díaz. Por cierto, la izquierda de la gauche retorna al canibalismo y entre unos y otros terminarán por conseguir su extinción.

Pedro Sánchez debe tomar buena nota del apuro pasado. Deberá asumir que no puede gobernar más como lo ha venido haciendo hasta ahora. Que tendrá que negociar más y mejor previamente con sus socios de mayoría. Que si quiere acuerdos, deberá concretar más sus propuestas. Eso y abandonar la soberbia como fórmula de imponer de su criterio.

De esa actitud soberbia y displicente se ha contagiado la nueva ministra de Sanidad, Mónica García, al imponer la utilización obligatoria de la mascarilla en los centros sanitarios. Al margen de lo beneficioso o no de la medida (mi opinión es que ponerse una mascarilla en momentos de brote epidemiológico es cuestión de sentido común), la estrella de Sumar se ha saltado los ámbitos competenciales autonómicos para imponer un criterio que, cuando menos, debería haber sido respetuoso con las especificidades de cada comunidad.

Mal comienzo para una ministra “progresista” cuya primera medida ha sido echar mano del “ordeno y mando” y del “centralismo democrático”. Así, con esas formas, el acuerdo será imposible.

Miembro del Euzkadi Buru Batzar del PNV