Suele decir un amigo que va a tener que morirse para que digan algo bueno de él. La verdad es que para que hablen bien de uno no es necesario llegar a tanto, a veces basta con dejar las responsabilidades que se ocupan, sobre todo cuando se ocupan responsabilidades políticas. Y es que es tan poco frecuente leer algo bueno sobre un dirigente político que ni siquiera los diarios de cabecera de las distintas formaciones dedican sus páginas a regalar palabras bonitas a quienes tanto colaboran a la hora de financiarlas. Lo más parecido a un halago suele ser un intento por desacreditar al contrincante, que es triste, sí, pero a veces resulta suficiente. Aunque, como digo, esta aversión al halago desaparece cuando uno pasa a un segundo plano. Entonces sí. Es justo en ese momento cuando se pierde el miedo a ser acusado de complaciente, que parece la peor descalificación que puede recibir quien hace periodismo político. Como si el nivel de la prensa se midiese por el número de insultos que uno es capaz de proferir. En definitiva, que es en ese preciso instante, en el que uno da un paso atrás y abandona la primera línea, cuando lo que eran características neutras o, incluso, negativas, pasan a convertirse en auténticas virtudes. Es en ese momento, en el que uno deja de ser considerado un adversario político o una amenaza electoral, donde la crítica se relaja y se vuelve amable. Donde aflora el merecido reconocimiento a la laboral realizada y aparece el justo agradecimiento por los servicios prestados.

Y si suele decirse que el halago debilita no es por lo nocivo de las palabras bonitas que uno recibe, sino por lo difícil de gestionarlas. Por lo complicado que es discernir cuándo son sinceras y cuándo una estrategia diseñada por el adversario para individualizar los aciertos y colectivizar los errores. Me da que de esto ha habido mucho y habrá más. También suele decirse eso de “que hablen de uno, aunque sea mal”. Puestos a elegir, mejor que hablen bien.